Víctor Montoya
Lo conocí en noviembre
de 1982, en la sala de conferencias de la Agencia Sueca de Cooperación
Internacional para el Desarrollo, donde asistió para presentar la
traducción al sueco de su libro “Las venas abiertas de América Latina”.
Me preguntó de dónde era. Le dije que era boliviano. Él cerró sus ojos
claros, se arregló la gorra y dijo con voz de locutor: “¿Y de qué parte
de Bolivia?”. “De Llallagua”, le contesté. “Tengo muy buenos recuerdos
de ese pueblo minero”, acotó.
Luego me pidió acompañarlo hasta la puerta de entrada, porque tenía
ganas de fumarse un cigarrillo. Apenas salimos, me habló de doña
Domitila de Chungara, de esa mujer que se llenaba de coraje a costa de
reducir su miedo y de la importancia de los sindicatos mineros, capaces
de dar lecciones de lucha a los demás sindicatos del mundo. Allí mismo
me contó que en una ocasión, los mineros le metieron al interior de la
mina en Siglo XX, a una galería que tenía casi cuarenta grados de
temperatura, y donde, a tiempo de pijchar la coca y sorber tragos de
aguardiente, le preguntaron cómo era el mar. Entonces él, como todo
artesano palabrero, se las ingenió para contarles cómo era el mar.
Escogió las palabras apropiadas de modo que los mineros, empapados de
sudor por las altas temperaturas, sintieran las palabras como si de
veras las olas del mar les refrescara la cara y el cuerpo. También me
contó que un día, mientras caminaba por la plaza de Llallagua, la mujer
de un minero, al verlo con la pinta de gringo, lo confundió con un cura y
quiso llevarlo a su casa para que le diera la última bendición a su
marido, que estaba muriéndose con los pulmones reventados por la
silicosis.
Cuando le solicité una entrevista, Galeano me miró dubitativo por un
instante y, calculando mis veinticuatro años de edad, contestó algo así
como: hazme las preguntas que quieras, pero en los lugares donde tengo
programadas las charlas. Así lo hice. Le seguí los pasos durante dos
días y me metí en todos los locales donde habló de los pormenores de su
emblemática obra “Las venas abiertas de América Latina” y sobre el
compromiso del escritor con su realidad y su tiempo; circunstancias que
aproveché para hacerle preguntas que fueron respondidas con elocuencia y
conocimiento de causa.
Recuerdo que en la sala de conferencias, y mientras relataba que su
libro fue censurado por las dictaduras militares, nos llegó la noticia
de que la Academia Sueca decidió conceder el galardón del Premio Nobel
Literatura a Gabriel García Márquez. La noticia la dio a conocer en voz
alta la escritora uruguaya Ana Luisa Valdés, quien formaba parte de la
editorial Nordan, conformada por un grupo de exiliados uruguayos. La
sala explotó de alegría y en sonoros aplausos, en tanto Galeano
permaneció quieto en su asiento, como si la noticia le hubiese llegado a
destiempo.
Al día siguiente, en la conferencia que dictó en la sala del Instituto
de Estudios Latinoamericanos, ante una multitud necesitada de sus
análisis lúcidos y su voz orientadora, hizo gala de su destreza verbal,
casi siempre salpicada de metáforas y figuras de dicción. Los
asistentes, con las mismas expectativas de quienes esperan las palabras
de un mesías, lo aplaudieron por su visión particular en torno a las
dictaduras militares, el saqueo imperialista y de lo mal que se trataba a
los sudamericanos en España, donde él mismo estaba exiliado desde 1976,
tras el golpe militar protagonizado por Jorge Rafael Videla, quien lo
añadió en la lista de los condenados por el “Escuadrón de la Muerte”.
Esa tarde, a medida que recorríamos por una de las avenidas principales de Estocolmo, rumbo a la librería y cafetería Branting,
donde tenía prevista una charla con un grupo de suecos, se quejó de que
en España lo “ninguneaban” los doctores encargados de la cátedra de
historia sobre América Latina. Me dijo que nunca lo invitaron a las
aulas de las universidades, aunque los estudiantes leían “Las venas
abiertas de América Latina”, como texto de referencia en la facultad de
historia.
Recuerdo que vestía de manera modesta y daba la impresión de ser un
fumador empedernido, porque, entre disertación y disertación, preguntaba
si había un lugar de fumadores en el local. En la cafetería y librería
“Branting”, que era propiedad del Partido Socialdemócrata Sueco, al no
existir una sala destinada para los fumadores, se vio obligado a salir a
la calle, donde fumó arrimado contra la pared y soportando los vientos
helados del otoño escandinavo.
En todas las charlas que dio, entre aplausos, bromas y risas, capté sus
palabras en una grabadora de bolsillo y luego transcribí sin quitarle ni
agregarle nada, en forma de una entrevista, que meses después se
publicó tanto en “Presencia Literaria” de Bolivia como en el semanario
“Liberación” de Suecia. Esta misma entrevista, sin embargo, no quisieron
publicarla en el periódico El Deber de Santa Cruz, ya que su redacción
de cultura me devolvió los papeles mecanografiados unas semanas más
tarde, junto a una nota que decía: “Sr. Montoya. Le sugerimos que, por
favor, nos envíe entrevistas a autores más conocidos en nuestro medio”.
Desde ese hecho curioso, han transcurrido más de tres décadas, y el
Galeano que por entonces no era tan conocido como el Galeano de hoy, ha
hecho correr mucha tinta en los medios de comunicación, porque sus
libros se han vendido como pan caliente, llenándolo de fama y de fans,
ya que sus buenos textos, escritos con una increíble economía de
palabras, han dado la vuelta el mundo, traducidos a más de una veintena
de idiomas.
Eduardo Galeano, a varios años de haber escrito “Las venas abiertas de
América Latina”, en sesenta días y sesenta noches, con aciertos y
desaciertos, estaba imbuido esos días en una lectura más profunda sobre
la historia de nuestro continente, para terminar de escribir lo que
llegaría a constituir su trilogía: “Memoria del fuego”, publicada entre
1982 y 1986, y cuyo primer volumen, “Los nacimientos”, fue publicado por
la editorial uruguaya Del Chanchito, pocos meses antes de que lo
conociera en Estocolmo.
Ya se sabe que las obras de este prolífico autor, que rompen con los
géneros ortodoxos clasificados por los doctores de la literatura, se
encuentran a medio camino entre el periodismo y la literatura, entre la
realidad y la ficción. Sus relatos breves, a veces escritos en prosa
poética y amena, son un rescate de la memoria colectiva, pero también un
repaso cronológico de la historia de América Latina, donde se mezclan
las luchas políticas con los mitos, las leyendas y los ritos de las
culturas ancestrales.
A su estilo depurado y compromiso político obedece el hecho de contar
con miles de seguidores y admiradores, que en un determinado momento
intentamos pensar y escribir como él, con ese mismo desparpajo
característico de los grandes escritores, que son como la miel en medio
de un enjambre de abejas. Mi obsesión por su obra llegó a tal extremo
que, de tanto leerlo y releerlo, lo tenía como a un fantasma
persiguiéndome hasta en los sueños, quizás, porque estaba convencido de
que en Bolivia hacía falta, más que los escritores de literatura
“light”, un Eduardo Galeano, muchos, muchísimos Galeanos, para
reescribir la historia oficial y rescatar la memoria secuestrada de un
país que busca su identidad perdida, sin dejar de soñar con un proceso
de cambio y descolonización.
Como constatarán, mi admiración por su prosa fue tan grande que, a
veces, intenté escribir como él, como cuando Borges intentó escribir
como Kafka, hasta que se dio cuenta de que Kafka ya había existido,
aunque en este oficio, no siempre grato, los escritores jóvenes
aprendemos a caminar de la mano de otro escritor más brillante y
fogueado en el mundo de las letras, como quienes viven acechados por la
tentación de plagiar textos, técnicas y estilos literarios, incluso a
riesgo de perder su nombre propio por pretender parecerse al otro.
Por suerte, desde que dejé de ser un joven ingenuo e indocumentado, me
liberé de la sombra de este autor que admiré con infinita pasión,
porque, como él mismo enseñaba, aprendí a andar con mis propios pies y a
pensar con mi propia cabeza. De todos modos, le agradezco por haberme
ayudado a ver la luz entre las tinieblas de los sistemas de dominación,
por haberme enseñado a descubrir la grandeza que se esconde en las
pequeñas cosas y, sobre todo, por haberme estimulado a rescatar la
memoria secuestrada de los sin nombre, de los sin voz, de esa gente
humilde que habla poco, porque hasta las palabras les duele como
estocadas en el alma, como hoy nos duele su dolorosa partida, ¡ah!, pero
tal vez sea mejor pensar que su muerte no es verdad, ya que Eduardo
Galeano, como diría José Martí, ha cumplido bien la obra de su vida, y
si su muerte fuera verdad y si de veras no estuviera ya con nosotros,
entre nosotros, al menos sus libros seguirán teniendo vida como la
memoria viva de América Latina.
Se publica este
artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative
Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario