9 de junio de 2017

Sobre cultivos ilícitos y modelo económico

Ava Gómez, Bárbara Ester y Pablo Wahren

Colombia, Perú y Bolivia, respectivamente, son los tres principales  productores de hoja de coca sudamericanos. Durante la última década, Colombia y Perú se han disputado el primer lugar en cuanto a producción mundial de dicho cultivo; al tiempo que Bolivia -en el mismo lapso- logró con éxito reducir y estabilizar su cantidad de cultivos sin recurrir a la violencia ni a fumigaciones aéreas. De este modo, Bolivia mantuvo por segundo año consecutivo sus cultivos de coca en un estimativo de 20.000 hectáreas, mientras que según las apreciaciones de seis años atrás, ascendían a 31.000 hectáreas. Inversamente, Colombia pasó de 47.790 hectáreas sembradas en 2012 a 96.084 hectáreas registradas en el último monitoreo de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC según sus siglas en inglés). Por su parte, entre 2011 y 2013 Perú se coronó como principal productor, sin embargo, en los años posteriores bajó su superficie cultivada gracias a intensas operaciones conjuntas, contando con la intervención de fuerzas de seguridad y la puesta en marcha de programas sociales.

A contramano de lo propuesto por la DEA (Administración para el Control de Drogas) y la UE, la estrategia boliviana -a diferencia de Colombia y Perú- no esgrime la violencia, sino que consiste en erradicar concertada y voluntariamente los excedentes de plantaciones de coca [1] . Mientras tanto, Estados Unidos –el principal consumidor mundial de clorhidrato- continúa incluyendo a Bolivia en la lista de países que no luchan contra el narcotráfico [2] . El pasado 18 de abril, la ONU recomendó a Colombia la sustitución de cultivos ilícitos mediante la sustitución voluntaria y el modelo de desarrollo alternativo. No obstante, el acuerdo de la ayuda norteamericana está asociado a las fumigaciones aéreas, en directa relación con el impacto en la salud de las poblaciones afectadas.

En Colombia, tras la firma del Acuerdo de Paz con las FARC - EP, los desafíos que afronta el Gobierno colombiano para hacer efectivos los acuerdos son diversos. Una de las grandes dificultades que afronta el país tiene que ver con la dura situación social que se vive en líneas generales, especialmente en el sector rural. Colombia se ha convertido en el segundo país más desigual de la región, superando el promedio de desigualdad regional en un 10% según la CEPAL. Mientras el 10% más pobre de la población recibe solo el 1% del ingreso que genera la economía en un año, el 10% más rico obtiene el 42%. Otra cifra que refleja esta situación de desigualdad es el salario mínimo, el cual se ubica en 240 dólares y es el tercero más bajo de la región. Este dato se agrava si se tiene en cuenta que seis de cada diez trabajadores ganan menos que el mínimo. Por último, cabe destacar que el 48% de los trabajadores colombianos son informales, es decir no cuentan con los derechos básicos que la Constitución demanda.

En 2013, el 22% de la población rural estaba en la extrema pobreza, el 42% de los hogares en condiciones de inseguridad alimentaria y la pobreza por ingresos llegaba al 59%. En materia laboral, según José Ocampo, el 75% de la población rural gana el 70% de un salario mínimo. En lo que respecta a la vivienda, mientras el 97% de los hogares en las zonas urbanas cuenta con acueducto, en los hogares de la ruralidad esta cifra cifra desciende al 60%.

Entre los principales factores que explican esta dramática situación se encuentra la concentración de la tierra. Los datos provistos por el DANE dan cuenta que el 69,9% de las unidades productivas son menores a 5 hectáreas pero apenas ocupan el 5% de toda el área rural.

Otro aspecto que dificulta el camino hacia una solución es la falta de inversión en infraestructura. Por ejemplo, el Foro Económico Mundial señala que Colombia ocupa el último lugar de la región en relación con la calidad de sus rutas y caminos.

Las características de socio-económicas en el sector agrario se suman a las dificultades de desarrollo de una política integral y transformadora acorde con el enfoque de los acuerdos alcanzados. Las dificultades no solo radican en el problema de tenencia de la tierra -una conflictividad ampliamente discutida en la coyuntura del proyecto de ley de Ordenamiento Social de la Propiedad y Tierras Rurales- [3] , sino frente a las alternativas económicas y uso de la tierra que suponen, entre otras cosas, la sustitución de cultivos ilícitos.

Para el cumplimiento del punto 4 del acuerdo final “Solución al Problema de las Drogas Ilícitas” el Gobierno implementó, a principios de año, el Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito en cuyo marco se han firmado, de manera voluntaria diversos acuerdos colectivos con organizaciones sociales y comunidades para sustituir sus cultivos de coca, con beneficios de algo más de 300 dólares mensuales durante el primer año y la posibilidad de desarrollar proyectos con montos que van del 600 dólares, hasta 3000 dólares, durante el primer año, y 3400 dólares [4] para proyectos productivos y asistencia técnica durante el segundo año. El avance no es desestimable, a mayo de 2017 se han logrado 23 acuerdos de sustitución que alcanzan más de 63 mil hectáreas de coca [5] .

Sin embargo, las falencias son visibles por la falta de definición de una política pública integral y sostenible para la sustitución de cultivos ilíctos que ha dado lugar al manifiesto público, por parte de universidades y organizaciones, de sus preocupaciones frente al cumplimiento del punto 4 del acuerdo.

Entre otros motivos, señalan la “falta de definición de reglas sobre la implementación progresiva de estos acuerdos que garanticen las condiciones de igualdad y acceso a estos programas de todas las comunidades que están sembrando cultivos de uso ilícito”. Asimismo, expresan su preocupación por la sostenibilidad financiera de los recursos orientados a las familias beneficiarias de la política. Además, resaltan como preocupantes las acciones de erradicación forzosa que se adelantan en paralelo por parte de las autoridades y que ya han desatado enfrentamientos entre comunidades y fuerza pública [6] .

El llamado de las organizaciones civiles se presenta en un punto álgido, en el que la preocupación por el fenómeno de copamiento territorial por parte de los Grupos Armados Post-desmovilización se ha evidenciado en el incremento de asesinatos a líderes sociales y defensores de derechos humanos en todo el territorio, frente a la cual las acciones del gobierno en materia de protección han sido más bien exiguas. Además el disidente Frente 1º de las FARC - EP, renuente a aceptar la política de sustitución, sigue presionando a campesinos del Guaviare para que no hagan entrega de sus cultivos de hoja de coca y al gobierno por medio del secuestro de un funcionario de una de las organizaciones que acompañan al proceso de sustitución [7] . 

En Perú el escenario es similar. El salario mínimo es uno de los más bajo de la región, registrando una cifra que ronda los 850 soles, el equivalente a 255 dólares mensuales, tan sólo 15 dólares más alto que en Colombia. La informalidad se encuentra entre las más altas del mundo, con 7 de cada 10 trabajadores en el sector informal según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE, 2015). El Ministerio de Trabajo y de Promoción del empleo ha registrado que el 80% de los jóvenes trabajan en negro e incluso ostenta la cifra de 90% en algunas zonas rurales (CEPLAN, 2016).

Si Colombia es el país más desigual en cuanto a tenencia de tierras en la región, Perú es el segundo con un 77% de la tierra en propiedad del 1% de los grandes terratenientes. La ONG Oxfam [8] en su Informe “Desterrados: tierra, poder y desigualdad en América Latina” destaca que la concentración de tierras y el modelo extractivista de explotación de los recursos naturales ha ayudado a crecer a las economías de la región, pero al mismo tiempo ha acentuado la desigualdad. Entre los sectores más perjudicados se encuentran campesinos y pueblos originarios. La injusta distribución se agudiza por el uso de la violencia. Allí donde las actividades extractivas han proliferado, se han multiplicado los conflictos territoriales y se han disparado de forma alarmante los índices de violencia contra quienes defienden el agua, los bosques y los derechos de las mujeres y las comunidades campesinas, indígenas y afrodescendientes.

La presidenta ejecutiva de la Comisión Nacional para el Desarrollo y Vida Sin Drogas (Devida) [9] , Carmen Masías, afirmó según las estimaciones pertinentes que el Perú cuenta con una superficie cultivada que oscila entre las 40.300 y 53.000 hectáreas cocaleras ilegales, distribuidas en 14 valles. El volumen del clorhidrato producido ronda entre 300 y 400 toneladas métricas al año. Sus declaraciones se vinculan a la aprobación por parte del Ejecutivo -Consejo de Ministros- de la Estrategia Nacional de Lucha contra las Drogas 2017-2021 (ENLCD) el pasado 24 de mayo.

Según el Informe de UNODC de 2016, en 2015 se evidenció un incremento de la superficie cultivada en áreas no intervenidas por el programa de erradicación. Esto guarda relación con el llamado “efecto globo” (expansión-reducción) producido entre el 2013 y 2014 en los países cocaleros, es decir un juego del gato y el ratón entre las fuerzas de seguridad y los productores.

El gobierno peruano contempla erradicar 25.000 hectáreas cocaleras para el 2021, ejecutando un plan integral multisectorial a fin de establecer una presencia más efectiva del Estado en zonas críticas, como en el Valle de los Ríos Apurímac, Ene y Mantaro (VRAEM), donde se calcula hay 19.000 hectáreas de sembradíos cocaleros. Paradójicamente, no ha habido una reducción del espacio cocalero en los últimos años a pesar de una inversión de casi 8.000 millones de soles (US$2.500 millones).

Los funcionarios sostienen que el problema del VRAEM, entre otros factores, destaca por la complejidad de su topografía y la presencia de miembros de la guerrilla Sendero Luminoso (SL), aliados con el narcotráfico. Sin embargo, no es el único actor político vinculado a este ilícito -la fuerza política mayoritaria, el fujimorismo, ha estado vinculado al narcotráfico desde los años ´90-. Uno de los casos emblemáticos fue la incautación de más de 100 kilos de cocaína en los almacenes de la empresa Limasa, del cual el actual congresista Kenji Fujimori es accionista mayoritario. Este hecho –tráfico de influencias mediante- sólo fue investigado por la Comisión de Ética del Congreso y no por el Ministerio Público. En la misma línea, Joaquín Ramírez, ex secretario general de Fuerza Popular, fue registrado -mediante una investigación periodística de “Cuarto Poder” y “Univisión”- alardeando de haber lavado 15 millones de dólares de Keiko Fujimori en el 2011. El especialista en narcotráfico, Jaime Antezana, afirma que entre 1991 y 1996 bajo la égida del ex presidente Alberto Fujimori, el Perú operó como un “narcoestado”. Uno de los escándalos con más repercusión se produjo en mayo de 1996 cuando fueron incautados más de 170 kilos de cocaína del avión presidencial. Parte del resabio de la vieja estructura continúa en Fuerza Popular, al menos cuatro de sus congresistas son investigados por lavado de activos.

Conclusiones

Las dificultades socio-económicas, infraestructurales y las capacidades de acceso de la población rural, en particular de los jóvenes, a alternativas laborales que vayan más allá de las actividades relacionadas con los cultivos de uso ilícito son factores que hacen pensar en la necesidad de constituir todo un complejo andamiaje orientado a la sostenibilidad de estas comunidades que suponga una ampliación de las capacidades del Estado como garante del acceso de los jóvenes a alternativas de educación, del desarrollo infratesrutural de las comunidades que permita la efectividad de sus proyectos productivos y las oportunidades de comercialización, tratando de generar estrategias capaces de romper de manera efectiva con el circuito económico de los cultivos de uso ilícito. Todo ello llevado a cabo en un marco de acompañamiento y verficación de la efectiva consolidación del cambio estructural.

Sin embargo, el avance en esta materia parece ser desarrollado con una perspectiva descoordinada en la que no se están generando estrategias de confianza, seguridad y sostenibilidad al campesinado, actor fundamental de la reforma estructural del campo. Colombia constituye un caso testigo de cómo el paramilitarismo y los grupos disidentes siguen presionando a las comunidades para forzar su continuidad en las actividades del circuito económico de los cultivos de uso ilícito. La alerta en zonas rurales afectadas por estas nuevas dinámicas del conflicto ha desatado una oleada de protestas en todo el país. Frente a ellas el Gobierno parece distraído y su acción se ha orientado hacia la represión de las comunidades demandantes del pacífico colombiano. Esta actitud debiera ser corregida con urgencia pues la paz no puede hacerse de espaldas ni de frente a las comunidades sino que ha de hacerse con ellas solventando las disidencias y encontrando consensos en pro del objetivo mayor.

Notas:



[4] TRM 31/05/2017






Ava Gómez, Bárbara Ester y Pablo Wahren / Investigadores CELAG

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