5 de octubre de 2017

Barbara Blaine

Pedro Salinas

Hay seres extraordinarios que llenan la vida y le dan sentido a las cosas, pero que luego desaparecen, dejando un hondo vacío entre quienes le conocieron, aunque dejando también una obra excepcional. Es el caso de Barbara Blaine, quien ahora se ha ido, apuradamente.

La conocí, junto a Paola Ugaz, en el contexto de las investigaciones y denuncias contra el Sodalicio de Vida Cristiana. Hace cosa de un par de años, más o menos, pactamos una conversación vía Skype, gracias a la mediación de Alberto Athié, el infatigable mexicano cazador de depredadores sexuales con sotana, quien era muy amigo de ella. Pero claro. Yo ya sabía quién era Blaine. Su reputación la precedía. Barbara era nada menos que la fundadora de SNAP, la red de sobrevivientes de abusados por clérigos, la cual presidió durante una treintena de años.

Una invitación a Washington permitió que la conociera personalmente. Barbara había dejado la presidencia de SNAP y nos convocó a un variopinto grupo de individualidades que, de una u otra forma, estábamos involucrados en la lucha contra la pederastia clerical.

Conocía su historia personal, pues había leído varias entrevistas suyas en la prensa norteamericana. Jamás imaginé que luego la escucharía de su propia boca. En una cena, decidió compartir su relato con los pocos comensales que la acompañábamos. Contó que fue abusada sexualmente siendo una menor de edad por un pervertido con alzacuellos. Su exposición, si bien mantuvo un tono calmo y apaciguado, fue conmovedora. E ilustraba, una vez más, el modus operandi de la iglesia católica frente a la pederastia clerical.

Barbara, como muchas víctimas, se demoró varios años en procesar el trauma. Y cuando se decidió a hablar, acudió a las propias instancias eclesiales, pensando que ahí iba a encontrar justicia y sanción para el abusador, y consejo para salir adelante. Así las cosas, Barbara acudió al obispo, y este le respondió generalidades, hasta que llegó un momento en el que fue enfático y preciso. “En ningún caso hables con la policía”, le dijo.

Escucharla me impactó. Es verdad que oír a una persona abusada por un religioso siempre es una experiencia conturbadora e intensa. Pero Barbara había hecho de su experiencia una causa, y nítidamente el trauma ya lo había procesado y digerido y sublimado.

Blaine tenía una maestría como trabajadora social. Y tenía un talante enérgico para involucrarse en la ayuda a los demás. Su espíritu de justicia, cómo les explico, era notable y aguerrido.

Conocerla ha sido un verdadero privilegio. Recuerdo su sencillez y su calidez humana. Y a la vez, su firmeza de carácter. Una de las primeras cosas que me dijo fue: “Vamos a cambiar el mundo… Por lo menos, vamos a tratar”. Y créanme. En Barbara Blaine esas palabras no sonaban a cliché ni a demagogia.

Tenía ideas muy firmes y muy prácticas sobre lo que debía hacerse en materia de lucha contra los abusos a menores. Así como le resultaba obvio que la iglesia católica, a pesar de todas sus promesas truchas y comisiones creadas únicamente para mejorar su reputación y su imagen, no ha hecho absolutamente nada para contener ese cáncer que ha hecho metástasis por todo su cuerpo.

Su empatía era una suerte de don connatural. Y era una mujer pertinaz. Y decidida. Sumamente decidida. Su familia la describe como una mujer de espíritu indomable. Como una incansable guerrera. Como alguien que inspira y motiva. Como un excepcional ser humano. Y Barbara Blaine era todo eso. Y mucho más.

“Necesitamos movernos hacia delante. Hacer que algo pase”, comentó el penúltimo día que la vi, en esa reciente visita a Washington. Al día siguiente, cuando nos despedimos, nos dijo a Alberto Athié y a mí algo así: “A partir de ahora, ustedes y yo somos hermanos”. Y enganchó sus brazos con los nuestros, como si fuesen eslabones, sin dejar de sonreír.

Pero ya ven. Barbara falleció el pasado domingo, inesperadamente, de un raro evento cardíaco. Y se fue demasiado pronto, dejando cosas pendientes, proyectos inacabados, rompiéndonos el corazón. Nadie llenará probablemente el vacío que deja. Y nadie podrá consolarnos de la tristeza que nos deja su partida. No obstante, pienso que la mejor manera de honrar su memoria será siguiendo su ejemplo. Adiós, Barbara.

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