16 de diciembre de 2017

Desorden bajo los cielos

Gustavo Gorriti

Como antigua sede del virreinato más importante de Sudamérica, donde se cultivó exhaustivamente el fariseísmo, Lima tiene clases supuestamente dirigentes que saben por instinto cómo lidiar con el escándalo. Es un asunto de memoria genética que la práctica de cada generación transformó y pulió en un estilo distintivo.

Alfonso Quiroz fue un historiador que pocos años antes de su muerte temprana describió en una larga investigación histórica las claves singulares de la corrupción peruana. Su Corrupt Circles: A History of Unbounded Graft in Peru se publicó en 2008 en Estados Unidos. La traducción al español apareció poco después de su muerte, en 2013, como Historia de la corrupción en el Perú, cuya documentada descripción del latrocinio ancestral que construyó buena parte de las genealogías que ayer y hoy circundan los poderes provocó furias más bien silenciosas.

Como sucede ahora con varios otros países de América Latina —pero con particular intensidad en este—, el “caso Lava Jato” marca la agenda institucional y política del país. Los bien heredados y entrenados reflejos del encubrimiento fariseo se encuentran limitados esta vez por un factor quizá decisivo: la fuente principal de información viene de fuera, de Brasil, donde los sobornadores en escala industrial de ayer se han obligado, bajo el riesgo de perder sus privilegios legales, a responder lo que sus fiscales decidan preguntarles sobre pasadas fechorías.

Pero la megadelación corporativa de Odebrecht se inició hace más de un año y la temida avalancha de revelaciones no llega todavía con fuerza al Perú (ni, para el caso, a otras naciones latinoamericanas fuera de Brasil). Ha habido filtraciones y transmisión informativa oficial de alguna importancia, pero que esbozan todavía un panorama muy parcial e incompleto del cuadro global de corrupción

Ese mapa en borrador de la corrupción y sus principales actores, coincidente con el que han trazado la mayoría de periodistas de investigación, funcionarios con experiencia, políticos veteranos y ciudadanos suspicaces, es sin duda mucho más grave que el que esbozan los oficialmente inculpados hasta hoy. No es que, en la percepción que menciono, estos sean inocentes, sino que no son los protagonistas principales.

La mayoría está convencida (y las encuestas lo expresan con claridad) de que virtualmente todos los políticos importantes recibieron sobornos o por lo menos aportes ilegales de las empresas brasileñas y sus consorciadas nacionales. El problema, un año después del inicio de las confesiones de Odebrecht, es que en este caso parece que algunos son menos acusables que otros.

Los menos acusables son, por supuesto, los que mantienen poder y a la vez un coeficiente alto de intimidación, que no siempre van juntos. Pedro Pablo Kuczynski, el actual presidente del Perú, tiene, por ejemplo, un coeficiente de intimidación cercano a cero. Su derrotada opositora, Keiko Fujimori, controla una disciplinada y agresiva mayoría en el Congreso. Su coeficiente es alto, sin sutilezas, y tanto el presidente como su primera ministra mantienen una relación cuidadosamente sumisa con esa mayoría y su fruncida líder.

El expresidente Alan García fue contundentemente derrotado en las elecciones pasadas y solo logró una minúscula pero experimentada representación parlamentaria. Su coeficiente es comparativamente alto porque su organización política tiene mucha influencia fiscal y judicial, entre otros ámbitos. Se le adscribe, además, una buena memoria de agravios, excepto los muy contundentes. Con los autores de estos últimos puede predecirse alianzas políticas en futuros no tan lejanos.

Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos persiguieron a García en los 90. Nadie lo diría a juzgar por la deferencia casi reverencial con que fue recibido el lunes 11 en la llamada comisión investigadora del “caso Lava Jato” en el Congreso, controlada precisamente por la mayoría fujimorista.

Tanto Keiko Fujimori como Alan García han sido hasta ahora los menos tocados por la investigación de Lava Jato. La mayor parte de los fiscales que viajaba antes a Brasil en procura de información se olvidaba de preguntar por ellos. Hasta que uno, José Domingo Pérez, lo hizo hace poco en un interrogatorio a Marcelo Odebrecht en Curitiba. Tuvo respuestas interesantes que comenzó a investigar a su retorno en Perú.

La respuesta del fujimorismo fue acusar constitucionalmente (con fines de destitución) al fiscal de la Nación, Pablo Sánchez, por supuesta negligencia en la lucha anticorrupción. Como digo, las astucias ancestrales están hasta en la memoria de los más obtusos.

Pero el sorpresivo allanamiento que hizo el fiscal José Domingo Pérez la semana pasada a dos locales partidarios de Keiko Fujimori, en busca de documentación escondida sobre aportes no declarados, alteró a todos. En el Perú se hace eso solo con los que tienen bajísimo el mentado coeficiente. Pero este fiscal se atrevió. No solo los fujimoristas quedaron demudados, sino hasta el presidente Kuczynski (y su primera ministra) expresaron una trémula discrepancia con la medida, antes de asegurarle públicamente a Keiko que él no tenía “nada, nada, nadita” que ver con la medida. Solo le faltó jurar “por diosito”, a la usanza local.

En el escenario local de encubrimientos, los viejos controles pierden tracción e intentan recuperarla, antes de derrapar, con febriles intrigas y tinterilladas. El año termina con desorden bajo los cielos que augura interesantes relatos y, de repente, súbitas revelaciones.

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