César Hildebrandt
La política peruana ya es un asunto de comisarios de la policía, jueces prontos y fiscales con órdenes de cateo.
A eso teníamos que llegar.
La degradación de la política no empezó con el fujimorismo, aunque con él alcanzó su cima. Empezó, contemporáneamente, con la putrefacción del Apra a partir del periodo de la convivencia con el pradismo y, más tarde, ante el veto cachaco, con su alianza con el odriismo ventral de los rones Pomalca.
El partido popular más importante del siglo XX terminaba su andadura como la señora que, urgida por la necesidad, se dedica al oficio que practicó con tanto entusiasmo la bien amada Lais de Corinto.
Y empezaba el periodo del pensamiento débil y su mejor expresión: Acción Popular, que jamás pudo producir una sola idea que valiera la pena. De los barros de aquellos tiempos de promesas y frustraciones llegó el neomilitarismo progresista de finales de los 60, otro fracaso. Y de todo ese cúmulo de yerros -incluidos el segundo belaundismo, mucho más letal que el primero, y el primer alanismo, que hizo del Apra una banda de saqueadores- surgió la máquina del fujimorismo.
El fujimorismo fue el pudridero epocal de la política. No sólo porque alcanzó a todas las instituciones públicas y privadas sino porque hizo de la estupidez un mérito, del deshonor un orgullo, de la ignorancia un pasaporte de la movilidad social. Los congresistas de hoy no hacen sino repetir a la bancada automática que encamaban los Siura y los Espichán en los años dorados del forajidismo.
Y en eso estamos.
Pero no es el fujimorismo el único factor de esta decadencia catastrófica de la política peruana. Miren al partido del gobierno, esa galería de inexistentes redundantemente borrados por el fujimorismo. Miren los despojos del Apra, con Velásquez Quesquén como intérprete. Miren la izquierda, que podría ser parte de aquella “Historia de la Nada” de Sergio Givone, con el sombrío Dammert como vocero de alguna ultratumba.
No tenemos gobierno, es cierto. Pero tampoco tenemos Congreso, raptado por una organización que quiere repetir las pestes de su padre fundador. Lo que tenemos es una sucesión de redadas, revelaciones, apresamientos preventivos y sospechas fundadas sobre la naturaleza generalizada de la infección.
Da asco ver a las Bartra y Chacón erguirse en enemigas “del abuso fiscal” cuando se trata de hurgar en aquellos libros y documentos donde podría hallarse alguna huella de lavado de dinero o el trasiego de fondos brasileños.
Produce indignación que sea el fujimorismo, a través de Vilcatoma (uno de sus seudónimos), el que plantee la vacancia moral de la presidencia. ¿El fujimorismo indignado moralmente? Es como si Rodolfo Orellana escribiese un tratado sobre derecho patrimonial inmobiliario.
Da pena ver a cierto sector de la prensa asustado porque han metido preso a Graña, ese farsante, y a sus compinches, esos prófugos inminentes.
Y desconcierta que la primera ministra se arrastre ante el fujimorismo lamentando la legítima acción del Ministerio Público en los antros de Fuerza Popular, el partido -no lo olvidemos- cuyo secretario general, Joaquín Ramírez, dijo hace poco que había perdido documentos claves y libros de contabilidad en un choque de carros.
No tenemos gobierno. Ni tenemos oposición. Tenemos lo que merecemos. El colapso de la educación pública, la abolición de la meritocracia, el destierro de las humanidades, el éxito de la imbecilidad colectiva, la taradez de la televisión, el prestigio del analfabetismo funcional, todo eso tenía que tener su correlato: un país donde lo más importante es lo que dicen los delatores, lo que descubren los peritos contables, lo que encuentran los fiscales en los descerrajes y lo que establecen los jueces obligados por la abundancia de pruebas. El Perú es un expediente enorme amarrado con soguillas. En los primeros folios consta que un argentino apellidado San Martín nos fundó en 1821.
Fuente: “HILDEBRANDT EN SUS TRECE” N° 376 8/12/2017 p. 12
No hay comentarios:
Publicar un comentario