César Hildebrandt
Llegó el Papa.
Nada va a cambiar.
Pero todos van a fingir que la dulzura es una nube que flota sobre nuestras cabezas.
Que la compasión nos acompaña.
Que el prójimo nos importa.
Que el futuro de los niños nos desvela.
Que ahora sí entendemos eso de la desigualdad y eso de la devastación de la naturaleza.
La Iglesia, la mayoritaria, la bimilenaria, viene a darnos una mano.
El problema es que es la Iglesia la que necesita muchas manos.
Es la Iglesia la que necesita refundarse en el Cristo pobre y heroico que la hizo surgir.
El problema es que el Vaticano llegó a ser un Estado y tiene intereses, política exterior, imprescindibles hipocresías, aviones y bancos y camarlengos lúgubres.
El mundo marcha en la deriva del materialismo más estúpido. Y la Iglesia se ha adaptado. Cristo es un suvenir, una coartada, una neblina detrás de la cual se ocultan hasta los Figari y los Maciel.
No soy católico pero sería cristiano si fuera galileo y viviera en Palestina (o Judea).
Lo que me aleja de Roma es el boato, el acomodo, el becerro de oro.
Cristo era un tipazo.
Francisco es un gran administrador.
Y lo que más convoca es el miedo.
El miedo a la finitud, a la pena del pecado, a la brevedad.
Mal hace la Iglesia ofreciendo la eternidad. Conozco más de un canalla que se porta mal esperando la redención y la segunda oportunidad. Más nos vale creer que no habrá una segunda chance y que debemos ser lo mejor que podamos en esta única y miserable vida.
Francisco está con nosotros. Es campechano, mediático, populista a su manera. Pero también ha sido capturado por el poder.
El mundo apesta. El dinero manda. El humanismo huye. Y la Iglesia está allí diciéndonos que nos asiste. Y no. Tendría que despertarnos a patadas. Tendría que echar abajo las mesas de las baratijas en las puertas del templo. Tendría que estar indignada.
Y no lo está. Hace mil setecientos años que no lo está. Es demasiado tiempo, por Dios.
Fuente: “HILDEBRANDT EN SUS TRECE” N° 380 18/01/2018
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