28 de febrero de 2018

La ley de los esclavitos

Maritza Espinoza

Esta semana, doña Rosa Bartra, la indescriptible legisladora que el fujimorismo ha colocado en el Parlamento para alegrarnos la vida, parió otra de sus brillantes iniciativas y, como no podía ser de otra manera, ardió Troya, al punto que cientos de jóvenes –léase “pulpines”, para efectos de la terminología laboral– salieron a las calles a expresar su indignación. ¿Cuál fue la chispa que encendió esta vez la siempre combustible pradera local? Pues que la bendita iniciativa pretendía legalizar una nueva forma de esclavitud, a través de la cual los chicos que estudian en institutos técnicos regalarían su fuerza de trabajo a las empresas que quisieran “contratarlos”, a cambio de una experiencia “formativa”, que los prepare para el competitivo mercado de trabajo.

En otras palabras, cualquier joven estudiante de carreras técnicas podría pasar hasta tres años trabajando gratis, a medio tiempo, en una empresa que bien podría ahorrarse la mano de obra profesional (es decir, gente a la que no solo hay que pagarle un sueldo decente, sino reconocerle sus beneficios laborales) contratando exclusivamente estudiantes a los cuales exprim… ¡ejem!, formar, sin gastar ni un real, durante todo el tiempo que duren sus estudios en un instituto.

De allí a poder castigarlos a latigazos o venderlos al peso al mejor postor solo faltaría un paso y, lo que es más grave, los jóvenes no tendrían otra opción que “regalarse”, pues la “experiencia formativa” no solo sería obligatoria, sino que valdría catorce créditos académicos, sin los cuales no podrían graduarse en sus carreras que, dicho sea de paso, seguirían costando lo mismo a sus sufridos padres.

La idea, en sí, no es tan descabellada y, con variantes (por ejemplo, la obligatoriedad de que el joven tenga un tutor o un pago, que no existe en el mamarracho presentado por Rosi Bartra), se usa en países más avanzados para estimular la inserción de los jóvenes en el mercado de trabajo, pero no hay que ser muy suspicaz para darse cuenta de que, en este país en el que las leyes no solo están hechas para incumplirse, sino para fastidiar a los más débiles, la futura ley está hecha a la medida y gusto de los empresarios a quienes la frase “derecho laboral” les suena a terrorismo.

A propósito, ese fue justamente el término que utilizó la distinguida madre de la patria contra quienes osaron criticar su esperpento legislativo, aunque luego pretendió retirarlo –como para dar una idea de la seriedad de sus propuestas legislativas–, pero el propio Congreso terminó desautorizándola, pues la Mesa Directiva, que en un inicio iba a exonerarlo de una segunda votación (ojo que pasó por unanimidad en la comisión de Educación y con mayoría de la Comisión Permanente), decidió someterlo a debate, con lo que se espera que sea abortado a la primera de bastos.

Lo único bueno que salió de todo este desmadre es que, desde el momento en que se hizo público el proyecto de marras, alguien sugirió la brillante idea de que, como todo trabajador que recién se inserta en el mercado laboral, los nuevos congresistas que sean elegidos de ahora en adelante trabajen hasta tres años sin remuneración para que agarren experiencia. Claro, sabemos que jamás dejarían pasar una ley de ese tipo –ellos que, en asunto de “beneficios laborales”, suelen pecar más bien de angurrientos–, pero, por lo menos por unas horas, la gente se entusiasmó al imaginarlos tomando una sopa de su propio chocolate.

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