22 de abril de 2018

¿El triunfo de Sendero?

César Hildebrandt

Desprecio lo que hizo Osmán Morote. Odio lo que mandó a hacer. Censuro sus proce­deres, sus metas, sus coartadas, sus manos ensangrenta­das, su festejo sombrío.

Pero resulta que el señor Morote cumplió su condena de 25 años de carcelería hace cinco años. Ha esta­do cinco años preso por otros procesos, abiertos precisamente para impedir que saliera de la cárcel.

El señor Morote -mi enemigo personal, alguna vez fui clasificado entre los “plumíferos burgueses” dignos de ser eliminados según “El Diario”- ha cumplido entonces 30 años de reclusión, cinco de los cua­les, los supernumerarios, se han contado a partir de sucesivas “pri­siones preventivas”.

Cuando todos los plazos se cum­plieron, cuando era imposible fallar otra cosa, una modesta sala de la ju­dicatura ha decidido, no la libertad de Morote, sino el arresto domicilia­rio del siniestro personaje.

Y es en ese momento en que las máscaras se caen. Periodistas energúmenos salen a decir que cómo es posible que los terroristas salgan libres y abren los micros alentando a que el pueblo se sume al lincha­miento de los jueces que no han hecho otra cosa que cumplir con su deber.

La condena a cadena perpetua de Osmán Morote no fue revisada por el capricho indulgente de algún gobierno democrático electo tras la década podrida de Alberto Fuji­mori. Fue revisada por una orden directa del sistema jurídico interamericano. Y la nueva condena se produjo en un juicio impecable que nadie pudo cuestionar. No se trata, como ha dicho la ex primera dama de la dictadura, de que Paniagua o Toledo tengan culpa alguna. Hasta el gánster de su padre fingió algu­na vez obedecer los cánones inter­nacionales con tal de no salirse del sistema. Ser un paria continental era algo que ni siquiera Fujimori se podía permitir.

Soy uno de los que se enfrentó a Sendero. En las revistas que fun­dé, en los periódicos donde cola­boré, en los programas de TV que pude hacer no perdí oportunidad en sostener que Abimael Guzmán era el Pol Pot andino, que su mar­xismo mutante quería para el Perú una dictadura apocalíptica, que los crímenes de su organización no te­nían como atenuantes ni siquiera la injusticia y la desigualdad. Guz­mán fue siempre, desde mi pers­pectiva, un canalla que encontró el pretexto de la revolución para cal­mar sus iras y su resentimiento. Y fue, además, un mediocre profesor que no entendió nada de Kant ni de Hegel y ni siquiera de Mao Tse Tung.

Pero peleamos con Sendero para no parecemos a sus líderes, para no ser como ellos. Peleamos para demostrarles que el salvajismo es propio de las hordas y no de la lucha por el cambio. Y la iz­quierda partidaria, de la que jamás formé parte, dejó muchas víctimas en el campo en su enfrentamiento con el senderismo asesino.

Yo había almorzado con Bárba­ra D’Achille unas semanas antes de que Sendero la matara a pedradas en un paraje de Huancavelica el año de 1989. Esta italiana de origen letón me habló con entusiasmo del proyecto de la Corporación de De­sarrollo de Huancavelica para conservar camélidos, algo que la Coo­peración Alemana había empezado a hacer años antes en Pampa Galeras.

Mi odio por Sen­dero conoció así su cima. Me pro­metí que jamás los perdonaría y no los he perdonado. Tengo una memo­ria sin treguas que sostiene ese abismo.

Pero precisamente por eso es que pensé siempre que la democracia era algo cualitativamente superior a la propuesta marxista-camboyana de Sendero. Y jamás creí que el secuestro que hacía el senderismo de la figura de José Carlos Mariátegui, un gramsciano evidente, merecía tomarse en serio.    

Ahora que leo y escucho lo que dice la intole­rancia, lo que gimotea la ignorancia, lo que grita el tumulto su­puestamente vengador me pregunto quién ganó la guerra interna que padecimos. ¿La ganamos los que siempre creímos que la democracia auspiciaba valores que estaban por encima de las pasiones y las fiere­zas de la tribu? ¿O la ganaron los senderistas, que contribuyeron tan grandemente a crear esta sociedad enferma que cree que las leyes es­tán hechas para no cumplirse? ¿O es que la guerra, al final, la ganó también el fujimorismo, que es la versión uniformada del orden bajo el imperio del crimen?

No sé cuál sea la respuesta. Lo que sé es que estos días me he sen­tido más distante que nunca de la prensa imbécil, de las vociferacio­nes, de los opinólogos oportunis­tas, de las señoras que creen que la civilización consiste en abolir las normas y pintar bisontes en alguna caverna.

Fuente: “HILDEBRANDT EN SUS TRECE” N° 393, 20/04/2018



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