29 de diciembre de 2022

Perú: El bando que no aprende

Juan Manuel Robles

Desprecio un poco menos a los militares que asumen con orgullo sus homicidios. ¿Fascinación literaria? No sé. Son pocos pero son. Algunos de la Junta argentina, por ejemplo. Qué grandísimos cínicos sin sangre en la cara. Se esconden un tiempo, tratan de defenderse pero al final, sin necesidad de esos métodos de presión que tanto cultivaron, confiesan: sí, los maté por comunistas, porque estaba limpiando mi país y mi mejor pesticida es este rifle y esta cruz, y mi santuario es el cuarto de torturas. Los eliminaría de nuevo, fíjese. Y así quedan, registrados para la infamia pero con el brillo siniestro de la honestidad brutal, que les otorga, si no un atenuante, al menos un eructo de honor.

No es el caso de los militares en el Perú. Cuando la verdad se abrió paso luego de la dictadura de Fujimori, cuando se difundió la magnitud de sus crímenes durante el conflicto armado, cuando se desenterraron las piscigranjas que los malos uniformados obligaron a excavar a las propias víctimas que enterrarían allí, cuando se inspeccionaron los hornos donde los desaparecidos terminaban de desaparecer, cuando se reconstruyó el modus operandi de Accomarca, empezaron a correr y a negarlo todo, a ponerse a buen recaudo. Parecían aterrados por el brazo largo de la ley, que por primera vez persiguió el terrorismo de Estado, temiendo por actos que los perseguían como un fantasma que no muere —peor aun, que no prescribe—. Hicieron lobby desesperado. Se fueron corriendo bajo las faldas de Rafael Rey, que era ministro en el gobierno del aliado Alan García. Lloraron miseria en los diarios fascistas. ¡Quieren acabar con los militares! ¡Es un pacto internacional! ¡El Ideele nos odia!

Durante años los hemos visto zafar cuerpo con la cháchara de “unos cuantos malos elementos”. En el nuevo siglo el estado de derecho retornaba y parecía que nos convertíamos en un país civilizado que juzga a sus terroristas de uniforme: torturadores, violadores, represores, sicarios. Por supuesto, ya no eran esos hombres que vociferaban amedrentando a la gente, que daban órdenes temerarias. Eran unos becerritos.

Digo: la valentía de esta gente dura lo que dura la tiranía. La bravuconería en sus palabras, el ánimo gallito, es circunstancial. Pasa. Cuando todo cae, se bajan completos y reculan, alguno hasta va a la televisión y suelta, en la pantalla, unas lagrimitas.

Hoy de nuevo estamos en la situación infrecuente de un gobierno que le da el control absoluto a las fuerzas del orden para reprimir y regar muertos. Es lo más cerca de una dictadura que hemos estado en 21 años. No se sabe bien cómo ocurrió. La derecha de la mano dura no ganó las elecciones (ni las ganará nunca). Si Castillo era un corrupto, como dice  Willax y parte del periodismo de investigación —ese outsourcing que lleva años traficando los soplos de las mismas fuentes, los mismos fiscales con agenda propia—, la sucesión de Dina Boluarte tendría que corregir ese aspecto y gobernar como lo que es: la segunda en la plancha que ganó contra la derecha y todo lo que representa, por cambios hacia la izquierda (varios de consenso nacional). Pero como vemos todos, la “vice” que iba a ser destituida abusivamente ¡por ser a la vez presidenta del Club Apurímac! (ella también sufría de la persecución política que terminó acorralando a Castillo), se convirtió en una fantoche tras algún pacto oscuro. Hoy es un ser que irradia lástima.

En este gobierno producto del golpe parlamentario —que se cocinaba antes de la intentona de Castillo y era la verdadera conspiración—, los militares están en su salsa. No sé bien qué se juran, pero vuelve a aparecer ese tono envalentonado, la impunidad sin filtro. Vuelve con fuerza el terruqueo, vía el jefe de la Dircote, que tiene cara de ser muy inteligente.

Y parece que esos uniformados no aprendieran. Parece que no supieran que los crímenes que están cometiendo van a complicarles el futuro. Parece que no entendieran que las palabras de Boluarte diciendo que los hechos de sangre serán juzgados en el fuero militar no valen nada (como no valió nada la ley de amnistía de Fujimori). Lo único que se necesitará para juzgarlos en el futuro son buenos abogados en derechos humanos, y vaya que los tenemos. Han matado adolescentes, ¿realmente creen que no habrá consecuencias?

Ayacucho tiene traumas de guerra de dos bandos enfrentados pateando, sucesivamente, la puerta de tu casa para entrar a matar. La semana pasada, solo una de esas imágenes volvió como un flashback siniestro, y no fueron los subversivos. Hacer allí ese tipo de redadas militares contra la población civil inocente, solo para sembrar miedo, denota un desprecio impresionante por la historia del Perú. Y una tremenda irresponsabilidad.

Es clarísimo: solo uno de los bandos aprendió. Movadef es despreciable por pedir la liberación de Abimael Guzmán pero no hace las cosas que hacía Sendero. Ni ellos ni ninguna organización afín al senderismo ha cometido un atentado terrorista en estos años: ningún asesinato de una autoridad, ningún coche bomba. La cantidad de delitos cometidos por condenados por terrorismo que cumplieron su condena y salieron libres es cero. Los ex-MRTA no solo no han vuelto a delinquir, ni siquiera tienen una organización tipo Movadef para pedir la libertad de sus presos. De hecho, ninguno reivindica la lucha armada, varios participan en la discusión democrática y hasta condenan el autoritarismo de ciertas izquierdas latinoamericanas.

El otro bando, el que reivindica al terrorismo de Estado, no parece haber tenido un proceso similar de reflexión, evolución o al menos de adaptación. Las malas prácticas del pasado no sólo no son condenadas. Son emuladas. Vuelven a envalentonarse y usan el relato de la eliminación de terroristas como justificación de la violencia. Vuelven los agentes del SIN de Montesinos, desafiantes.

No han aprendido que el terrorismo de Estado significó la mitad del problema, que con asesinatos premeditados y cobardes —que de ningún modo pueden interpretarse como reacciones de combate— escalaron la carnicería que dejó al país enfermo. Y no han aprendido que el primero de esos abusos fue el estigma deshumanizante: llamar terrorista a alguien que no lo es, para así enmarrocarlo o matarlo de un disparo con total impunidad.

Hay algo que deben saber, si es que no lo saben, o si es que creen que este parpadeo espantoso que es Dina Boluarte durará mucho. La primera vez, tuvieron que pasar años para que haya juicios, porque la autocracia de Fujimori protegía a los uniformados. Y Fujimori gozaba de tolerancia social: al fin y al cabo, había encontrado un país en escombros y caos, que había llegado al límite. Lo de hoy no es un país en escombros. Es un país que votó por el candidato de los cambios y tuvo a un continuador del piloto automático neoliberal y la estabilidad macroeconómica. La gente lo sabe. Ni con la ayuda de los canales de televisión alguien se cree esa parafernalia de la “pacificación” salvadora, que mata apelando a la amenaza presunta de grupos terroristas que ya no existen. Este país no necesitaba ser salvado; si hay algún peligro, si alguien está cerca de reproducir lo peor del terrorismo de un bando, no son los manifestantes.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 617 año 13, del 23/12/2022, p15

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