2 de octubre de 2011

Es hora de decir la verdad:no sólo es el fútbol


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César Hildebrandt


De pronto, este país engreído hasta la comicidad, autocomplaciente hasta lo patético, este país, el mío, que se cree la Austria de Sudamérica y el ombligo magnético del mundo, se mira una mañana al espejo y se da cuenta de que también tiene la cara de un barrista pituco, borracho, cocainómano y asesino.

¿Cómo? ¿No es que eran los chutos de abajo los vándalos y los criminales? ¿No era que sólo venían de los pueblos jóvenes? ¿Cómo es posible que culpen del crimen a un tatuado de Eisha, a un Vip de las discotecas, a un modelo del circo beat de Somos?

"Los ricos también matan", dicen, emulados y pares, los barriobajeros que asesinaron a una chica en la avenida Javier Prado arrojándola desde un microbús.

Y esa es la democracia del crimen y el reino de la anomia: lo cubre todo, infecta cada pulgada cuadrada del Perú.

Está en la policía corrompida, en los banqueros que roban con la letra chiquita, en los tumultos de la justicia popular, en el corvo de la difamación y el liquid paper del encubrimiento, en los que conducen alevosamente ebrios, en el Contralor que no controla, en el juez que prevarica, en la fiscal que mira para otro lado, en los militares que trafican en la intendencia, en el fujimorismo tenaz, en los robos de EsSalud, en la tuberculosis invencible, en las leyes que no se cumplen, en los proyectos encarpetados que no se hacen leyes por culpa de los lobistas, en las radios dirigidas por el viento que más sople, en las ventanillas del Estado plagadas de idiotas, en las empresas que aprovechan su posición de dominio cobrando tarifas insostenibles, en los ministros que se venden, en los mandatarios que roban y en los que incumplen lo prometido (que es otra manera de robar), en los choferes de servicio público que matan pasándose la luz roja, en la televisión que embrutece, en el pandillaje que se apodera de las calles, en los gerentes generales que llaman al contador para ver cómo burlan algún compromiso con los trabajadores, en las licitaciones con nombre propio, en las redes sociales que apestan a farándula, en la prensa popular que azuza lo peor de cada uno, en el cartero que se roba una carta, en el alcalde que coimea con licencias y cambios de uso, en los periodistas que se venden en cómodas cuotas, en los profesores que enseñan lo que no han llegado a dominar, en los espíritus de cuerpo, en los adulterios unilaterales y/o recíprocos, en el alcoholismo extendido y el cocainismo que lo invade todo, en quienes aporrean sus mujeres y luego van a misa, en los abogados que oscurecen hasta los mediodías, en las inauguraciones de lo robado e inconcluso, en los encumbramientos falsos, en el racismo que mata la dignidad del otro, en la Iglesia que ya no quiere almas sino botines.

Sí: esa cosa viscosa que algunos llaman anomia y otros mala leche, esa propensión al abuso y a las arcas abiertas, está en todas partes. De arriba a abajo, de izquierda a derecha, de frente y de perfil.

Y todo esto empeoró desde que Sendero Luminoso nos mostró cuan bestias podíamos ser. Y siguió empeorando cuando los militares nos mostraron qué clase de bestia teníamos dentro, bestia a la altura de la bestia que matamos.

'' Y de esos sarros son estas piorreas.

El fútbol, desde luego, no podía mantenerse al margen. Si el Congreso de los diputados es lo que es, ¿por qué debemos aspirar a instituciones civiles desinfectadas?

Además, el fútbol se presta a la barbarie como nin¬guna otra actividad.

Miren qué es el fútbol en Inglaterra o en Argentina, en Portugal o Bielorrusia: el ducto grande por el que las muchedumbres hacen de cuerpo en nombre de escudos y leyendas.

Barcelona, por ejemplo, es un caso típico de cómo el fútbol presta sus sedas al odio. Y el Real Madrid, lo mismo. Viví en España lo suficiente como para decir que el Barza es repudio separatista, antimadridismo legañoso y revanchista, sueño de independencia. Con cada gol del Barza las barras recuerdan al Companys fusilado por los nacionales, a la lengua proscrita tantos años, a la identidad perseguida. Y con cada gol del Ma¬drid sus forofos más avezados saborean, de nuevo, el hegemonismo abusivo y católico de Franco, la España unida a culatazos de las derechas, el borbónico grito de José Antonio. Si no mera por la monarquía pegalotodo hace rato que eso habría acabado en otra guerra civil.

Porque uno no se hace hincha de un equipo ¡para amarlo. Uno se hace hincha de un equi¬po para odiar al otro, a la sombra, al de las antípodas. Por eso no se entiende el fútbol sino se da a través de duetos malignos: River-Racing; Colo-Colo-Universidad; Peñarol-Montevideo; Manchester United-Chelsea; U y Alianza.

Cuando el odio está vigilado por la ley, prevalecen los gritos y los gestos. Cuando el odio futbolero se da en una sociedad enferma que mantiene las brasas de otros odios sociales y raciales, entonces viene un animal de andar erguido y te mata a un hijo de 23 años que llevaba la camiseta de la oposición.

No es el fútbol solamente el que hay que adecentar. El Perú, de cabo a rabo, necesíta la reivindicación de la palabra orden, el rescate del concepto de la autoridad, la severidad implacable de la ley. Somos una república que es, en muchos sentidos, un homenaje a la barbarie. Somos Missouri antes de que Jefferson la comprara en 1803. Somos un lejano oeste sin sheriff. Damos vergüenza. Es hora de decirlo y de que el chauvinismo de la chanfainita y el pisco sour se calle por un tiempo. Curémonos con la ley en la mano. Y luchemos porque esa mano sea limpia.


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