Nazanín Armanian
Cada año, unas 42 millones de mujeres interrumpen su embarazo, la mitad de ellas de forma clandestina. Mueren desangradas cerca de cien mil con métodos atroces en lúgubres cuartos.
El aborto inducido ha sido practicado desde la antigüedad en todas las sociedades humanas, unas veces por la voluntad de la mujer, utilizando extrañas substancias o levantando grandes piedras, y otras por la decisión del hombre, forzándola, o como el monstruo de Cleveland (EEUU), golpeándola en la barriga con patadas. El código Hamurabi (1760 a.C.), estipula justo esta situación: el agresor debía pagar una indemnización al padre de la víctima. Si ella moría, mataban a la hija del asesino… y es que la mujer ha sido, desde hace miles de años, una cuestión de hombres. Ya las tablillas sumerias fechadas en tercer milenio a. C., narran la furia y la terrible venganza de la diosa Innana tras darse cuenta de estar embarazada por la violación del jardinero Shocali, y también de que la licitud del aborto dependía (solo) del permiso del esposo. En China los médicos de hace cuatro mil años nos dejaron sus recetas abortivas a base de un coctel de plantas y otros ingredientes. En la Roma antigua también se podía interrumpir el embarazo sin más dolor que el que suponía, para el alma y el cuerpo, el propio aborto.
En Persia, dice Avesta, el libro sagrado de los zaratustrianos, que el aborto es un asesinato y que, curiosamente, tanto la mujer como el hombre implicado eran condenados a la pena de muerte, al contrario de hoy que, en casi todo el mundo, ella es la única responsable de este delito. Una religión como la zoroástrica que se expande vía pertenencia étnica —ser hijo de padres arios—, no podía desperdiciar nuevos miembros aunque fueran resultado de incesto o violación, de modo que la sociedad les bautizaba con el nombre de “Hijos del Cielo”, dándoles legitimidad.
La vírgenes ambarazadas
Entre los judíos el feto es parte de la madre, carece de identidad propia, y será considerado “ser humano” en el momento de nacer, aunque el aborto está prohibido al menos que peligre la vida de la mujer. Pues, ella puede dar más hijos al grupo, mientras no existe ninguna garantía de que el niño nacido supere los cinco primeros años de su vida. Un hábitat hostil, escasez de alimentos y guerras por los recursos que diezmaban la población, necesitaba sangre nueva. De ahí la prohibición de la homosexualidad masculina (¡que no se perdiesen los valiosos espermatozoides!) y el aborto, mientras se permitía la poligamia y se premiaba tener muchos vástagos. Es más, ofrecieron una increíble explicación para salvar la vida de los fetos engendrados fuera del matrimonio y también la de sus madres: las niñas vírgenes podían haber concebido hijos sin el contacto directo con el hombre. ¿Cómo? “Bañarse en aguas previamente fertilizadas por un hombre” según el Talmud (ver: Inseminación Artificial). ¡Que millones de espermas desafíen las moléculas del agua, entrasen en el cuerpo de la doncella y de repente se encantasen con un óvulo maduro… va a ser que no!
En cuanto al Islam, a pesar de que desvincula la sexualidad de la reproducción y autoriza todos los métodos de anticoncepción reversibles, también lucha por aumentar el número de sus fieles, aunque el embrión sea fruto de una violación, o padezca una anomalía genética. El Corán no trata el aborto, aunque reprocha el infanticidio por razones de pobreza (versículo 17, 31) y como Dios no ha cumplido con su promesa de poner un pan debajo del brazo de los recién nacidos, las fieles pueden abortar cuando seguir con el embarazo peligra su vida, o cuando al embrión aún no se le ha insuflado el alma —entre 40 y 120 días tras ser engendrado—, según distintas escuelas.
El infanticidio —sobre todo el femenino— es el resultado de abortos no realizados, y al igual que el matrimonio de las niñas encuentra sus raíces en una pobreza capaz de destruir la moralidad incluso religiosa.
Si todas las religiones afirman respetar la vida (normalmente sólo de sus fieles) la Iglesia de Roma es la única que da la categoría de “vida humana” desde el mismo momento de su existencia. El “no matarás” de dichos textos sagrados, y las restricciones al aborto, no les impide ordenar matar a los disidentes, miembros de otras comunidades (niños incluidos), y casi siempre por quedarse con los bienes materiales ajenos.
Introducirse en los ovarios de las mujeres y el control sobre su sexualidad, no solo se debe al machismo inherente de estos credos, sino también al afán de incrementar su población (sino serían “sectas”), del que depende su poder a todos los niveles. El sistema de control totalitario sobre el alma y el cuerpo del creyente forma parte de esta estrategia.
Aun así, aquellos grupos religiosos que han tomado el poder, asustados por el boom demográfico suelen aparcar sus convicciones y lanzar campañas de “menos hijos, más felicidad”. En Irán las parejas deben pasar un cursillo de control de natalidad para conseguir el certificado de matrimonio.
La libertad responsable
La sexualidad y su resultado, desde los tiempos de Adán y Eva, han sido sutiles construcciones sociales que no manifestaciones de pulsiones biológicas.
El lema “Nosotras parimos nosotras decidimos”, que es una comprensible reacción contra miles de años del control de Dios, del hombre y recientemente del Estado sobre el vientre de la mujer, libera a los hombres de la responsabilidad de su acto y también absolutiza la libertad de la mujer cuando está en juego la vida que llevará este nuevo ser humano. Traer un hijo a este mundo turbulento no es equiparable a plantar un árbol y escribir un libro. ¿Hay que regular la natalidad? La sagrada libertad sobre el cuerpo de uno, se queda en nada si el Estado no puede garantizar alimento, techo, escuela, hospitales y puestos de trabajo a los “nacidos” sin consultárselo. ¿Qué sucedería si todos los españoles deciden tener como modelo, a la familia Postigo Pich que tiene 16 hijos? Sólo en China, y a pesar de la revolucionaria política de control de natalidad, unos 100 millones de niños son dejados en sus casas rurales mientras sus padres buscan trabajo en otras zonas o en el extranjero para poder darles una vida miserable en cuanto a la calidad, como mandan los cánones de la sociedad del consumo.
¡Que los gobiernos e instituciones religiosas promuevan la educación sexual, y muevan las conciencias para que, en vez de aumentar la población de esta maltratada Tierra, se adopten a millones de niños huérfanos necesitados de un amable hogar!
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