Rafael Poch
Si este fuera un mundo decente, en su plaza mayor levantaría un monumento a Eduard Snowden. El joven ex agente americano ha informado al mundo de que el secreto y la privacidad en las comunicaciones, un derecho fundamental, no existe. Y lo ha hecho a sabiendas de lo que se jugaba. A sabiendas de que se enfrentaba a un poder enorme, el de su gobierno, que tortura, encarcela indefinidamente sin cargos, somete a un trato inhumano a disidentes similares como el soldado Bradley Manning, exento de cualquier posibilidad de juicio justo, y que ha normalizado la práctica del asesinato extrajudicial, incluso de ciudadanos americanos con cuatro casos conocidos, entre ellos un adolescente de 16 años.
Snowden sabía que su vida se vería arruinada por su decisión, que probablemente no volvería a ver a su familia ni podría regresar a su país, en caso de que no lo hiciera esposado. Conocía el precio de meterle el dedo en el ojo al Imperio, y a pesar de todo decidió actuar. Puso por delante su conciencia. La conciencia que insta a los funcionarios de su país, mediante juramento, a “defender la Constitución de los Estados Unidos, frente a enemigos externos e internos”. La conciencia a la que el Tribunal de crímenes de guerra de Nuremberg apeló, al proclamar tras la Segunda Guerra Mundial que, “los individuos tienen deberes internacionales que trascienden a la obligación nacional de obedecer, por lo que los ciudadanos tienen derecho a violar las leyes nacionales para impedir crímenes contra la paz y la humanidad”.
Por poner su consciencia por delante de su destino personal, Eduard Snowden merece ser admirado y públicamente reconocido por el común de sus semejantes. Es decir, es un héroe.
La siguiente pregunta es qué son el presidente Obama y los demás hombres de Estado que persiguen a Snowden por activa y pasiva, organizando su acoso mediante un potentísimo esfuerzo diplomático y policial, o colaborando en ese esfuerzo con episodios tan vergonzosos como la negación de espacio aéreo al presidente boliviano, por sospechas de que llevaba en su avión a Snowden. Y la respuesta a esa pregunta es que el Presidente Obama es, en el mejor de los casos, un rehén de un sistema irreformable, y que sus cómplices europeos son unos miserables vasallos.
Obama llegó a la presidencia sobre la crítica a la guerra iraquí de George W. Bush. No alteró la agenda de la “seguridad nacional” lanzada por el Imperio aprovechando la oportunidad brindada por los atentados del 11 de septiembre de 2001, sino que la enmendó. Se fue de Irak, pero apretó en Afg/Pak. Multiplicó el poder y la libertad del Joint Special Operation Command (JSOC) y potenció las operaciones de asesinato a cargo de los grupos de operaciones especiales y de los drones hasta una escala que los hombres de Bush ni siquiera soñaron. Prometió cerrar Guantánamo, la más conocida isla del archipiélago de cárceles y centros de tortura secretos sembrados por todo el mundo, pero no lo hizo.
En palabras de Noam Chomsky, Obama es otro presidente norteamericano criminal, uno más en la serie. Su campaña fue pagada por Wall Street, así que no había que hacerse muchas ilusiones desde el principio. El sociólogo americano Norman Birnbaum, no le niega a Obama algunas buenas intenciones de cambio, pero el caso es que no se ha opuesto a los asesinatos extrajudiciales de los drones -que frecuentemente precisan órdenes directas y personales suyas para ser ejecutados- ni a la vigilancia total, ni a tantas otras cosas, por la sencilla razón de que es un “prisionero de ese aparato” de la seguridad nacional. Ese aparato, dice Birnbaum, “tiene sus propias leyes y sabe perfectamente como disciplinar a la gente”.
Birnbaum rememora los asesinatos de los Kennedy, el de Martin Luher King y otros personajes de la vida americana que llegaron a representar determinados riesgos de reforma, y estima que, “nuestro sistema tiene formas y maneras de advertir para que no se superen determinados límites”. “Creo”, dice Birnbaum en una entrevista con Deutschlandfunk, “que en el caso de Obama el presidente ha hecho para su persona esa lectura de nuestra historia”.
Enfrentado a una situación similar, Mijail Gorbachov fue valiente: su determinación de cambio y reforma fue por delante de su realismo y pragmatismo. Llegado el momento, prefirió quemarse a claudicar, confiando, quizá, en ser recompensado “por la historia”, sí, pero asumiendo claros riesgos físicos que incluyeron un golpe de estado contra él. Que algo así no haya sido posible en Estados Unidos, no tiene que ver tanto con la calidad de las personas, sino seguramente con el sistema.
Dándole la vuelta a lo que decía la derecha sobre el comunismo, que era un sistema “irreformable”, nuestra constatación nos lleva más bien a pensar lo contrario: el comunismo soviético fue tan reformable que hasta se autodisolvió. Lo que se demuestra irreformable y apunta a una dirección cada vez más inquietante, orwelliana y dictatorial, es el sistema de Estados Unidos. En cualquier caso, la pulverización de derechos fundamentales a la que estamos asistiendo, con los drones, los Guantánamos y las NSA, apunta hacia un régimen político en sintonía con el estado de cosas, dictatorial y oligárquico, que sugiere el orden socio-económico de la Gran Desigualdad. Dicho de la forma más simple: una sociedad de extrema desigualdad, desprovista de Estado social y regida por el interés de una minoría, precisa formas políticas duras y abolición de derechos fundamentales.
Llegamos así a los vasallos, a todos esos indignos pigmeos políticos que gobiernan el continente europeo, desde Lisboa a Atenas. La caza de Snowden llevada a cabo por los gobiernos de España, Portugal, Italia y Francia, alrededor del avión de Evo Morales, ha puesto en su lugar a la “comunidad de valores” transatlántica. Los europeos colaboran con la potencia que les espía para apresar a la persona que lo ha denunciado. De los gobiernos de España (bases militares, tránsito de vuelos de la CIA en el sistema Guantánamo, escudo antimisiles, etc), con cualquiera de los dos partidos, ya conocíamos el nivel de servilismo. Portugal es un país mas pequeño, la cínica flexibilidad italiana también era conocida, pero la indignidad de Francia en este episodio supera la expectativa del más escéptico. Europa ha vivido esta semana una de sus horas más vergonzosas y clarificadoras. Héroes, un presidente cobarde y unos miserables vasallos. Cada cual en su lugar.
* Rafael Poch-de-Feliu (Barcelona, 1956) ha sido veinte años corresponsal de La Vanguardia en Moscú y Pekín. Antes estudió historia contemporánea en Barcelona y Berlín Oeste, fue corresponsal en España de 'Die Tageszeitung', redactor de la agencia alemana de prensa DPA en Hamburgo y corresponsal itinerante en Europa del Este (1983 a 1987). Actual corresponsal de La Vanguardia en Berlín.
http://blogs.lavanguardia.com/
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