Ronald Gamarra
Las madres de Ayacucho reunidas en la ANFASEP cumplen 30 años luchando por justicia y verdad para sus hijos desaparecidos en el cruel conflicto que sufrió el país, y especialmente esa región, en los años 80 y 90. Han envejecido y muchas se han ido ya, sin poder alcanzar sus nobles objetivos, pero sin renunciar ni un ápice a ellos. En un país donde las voluntades son débiles y las causas justas perecen por desgana, ellas son un ejemplo de perseverancia y fidelidad a los motivos profundamente humanos que las agruparon para buscar y encontrar a sus hijos.
Treinta años han pasado desde que aquellas mujeres, solas, sin autoridades que quisieran comprender su dolor ni políticos ni poder alguno que las respaldara, se echaron a indagar sin descanso por el destino de sus hijos, con una pregunta insistente que nunca cesa de brotar de sus incansables gargantas: ¿dónde están?, y una exigencia irrenunciable: ¡vivos los llevaron y vivos los queremos!
Treinta años han pasado desde que las madres de ANFASEP se echaron a cuestas la búsqueda incansable de sus hijos, golpeando las puertas de los cuarteles y comisarías, llamando a actuar a fiscales y jueces, recordándoles incansablemente a todos los principios de ley y humanidad que habían sido olvidados por todos los actores de aquella violencia, llamando a la paz y la razón en marchas incansables y peregrinaciones constantes a Lima.
Treinta años han pasado desde que aquellas madres, totalmente solas en medio del fuego cruzado, frustradas ante la inutilidad de sus gestiones legales y temiendo lo peor, se pusieron a buscar los posibles restos de sus hijos en los abandonados parajes de la región, en aquellas quebradas y pampas lejanas, que llegaron a ser conocidas bajo el infame nombre de “botaderos” donde se arrojaban innumerables cuerpos imaginando que nadie llegaría hasta ellos, pero las madres llegaron, dolorosamente, para buscar incansables entre aquellos restos, venciendo el miedo que paralizaba a otros.
Treinta años transcurrieron y quienes imaginaron que estas mujeres solas, abandonadas en una pequeña ciudad provinciana convulsionada por la violencia, se perderían en el silencio y el olvido, se equivocaron. No las conocían. No sospechaban ni de lejos la enorme fuerza que albergaban estas entrañables mamachas de apariencia tan desolada y frágil. Acostumbrados a que el poder nace de la fuerza bruta de un arma o de tener la ley en las manos, no imaginaban que la fuerza moral de estas mujeres pasaría por sobre ellos avergonzándolos para siempre.
Treinta años después, aquellas autoridades y funcionarios, incluso los más poderosos, habitan aquel desván de la memoria donde se ocultan los restos de un pasado ruin e impresentable. A diferencia de ellos, las madres de ANFASEP pueden enfrentar ese pasado con la tranquila conciencia de quien ha luchado limpiamente hasta agotar sus fuerzas y aun más allá de eso, enfrentándose día a día al dolor inagotable de no recuperar nunca a sus hijos.
Treinta años de recorrido, que son toda una vida, mueven a reverencia y respeto, a mucho y justificado afecto, a necesario agradecimiento. Gracias, madres de ANFASEP. Gracias, madres que ya no están en este mundo. Gracias, mamá Angélica. Gracias a todas las madres más jóvenes por lo que hicieron y lo que hacen, por enseñarnos la inagotable fuerza de su ternura y por encarnar limpiamente la dignidad humana.
http://diario16.pe/columnista/ 42/ronald-gamarra/2781/madres- ayacucho
Las madres de Ayacucho reunidas en la ANFASEP cumplen 30 años luchando por justicia y verdad para sus hijos desaparecidos en el cruel conflicto que sufrió el país, y especialmente esa región, en los años 80 y 90. Han envejecido y muchas se han ido ya, sin poder alcanzar sus nobles objetivos, pero sin renunciar ni un ápice a ellos. En un país donde las voluntades son débiles y las causas justas perecen por desgana, ellas son un ejemplo de perseverancia y fidelidad a los motivos profundamente humanos que las agruparon para buscar y encontrar a sus hijos.
Treinta años han pasado desde que aquellas mujeres, solas, sin autoridades que quisieran comprender su dolor ni políticos ni poder alguno que las respaldara, se echaron a indagar sin descanso por el destino de sus hijos, con una pregunta insistente que nunca cesa de brotar de sus incansables gargantas: ¿dónde están?, y una exigencia irrenunciable: ¡vivos los llevaron y vivos los queremos!
Treinta años han pasado desde que las madres de ANFASEP se echaron a cuestas la búsqueda incansable de sus hijos, golpeando las puertas de los cuarteles y comisarías, llamando a actuar a fiscales y jueces, recordándoles incansablemente a todos los principios de ley y humanidad que habían sido olvidados por todos los actores de aquella violencia, llamando a la paz y la razón en marchas incansables y peregrinaciones constantes a Lima.
Treinta años han pasado desde que aquellas madres, totalmente solas en medio del fuego cruzado, frustradas ante la inutilidad de sus gestiones legales y temiendo lo peor, se pusieron a buscar los posibles restos de sus hijos en los abandonados parajes de la región, en aquellas quebradas y pampas lejanas, que llegaron a ser conocidas bajo el infame nombre de “botaderos” donde se arrojaban innumerables cuerpos imaginando que nadie llegaría hasta ellos, pero las madres llegaron, dolorosamente, para buscar incansables entre aquellos restos, venciendo el miedo que paralizaba a otros.
Treinta años transcurrieron y quienes imaginaron que estas mujeres solas, abandonadas en una pequeña ciudad provinciana convulsionada por la violencia, se perderían en el silencio y el olvido, se equivocaron. No las conocían. No sospechaban ni de lejos la enorme fuerza que albergaban estas entrañables mamachas de apariencia tan desolada y frágil. Acostumbrados a que el poder nace de la fuerza bruta de un arma o de tener la ley en las manos, no imaginaban que la fuerza moral de estas mujeres pasaría por sobre ellos avergonzándolos para siempre.
Treinta años después, aquellas autoridades y funcionarios, incluso los más poderosos, habitan aquel desván de la memoria donde se ocultan los restos de un pasado ruin e impresentable. A diferencia de ellos, las madres de ANFASEP pueden enfrentar ese pasado con la tranquila conciencia de quien ha luchado limpiamente hasta agotar sus fuerzas y aun más allá de eso, enfrentándose día a día al dolor inagotable de no recuperar nunca a sus hijos.
Treinta años de recorrido, que son toda una vida, mueven a reverencia y respeto, a mucho y justificado afecto, a necesario agradecimiento. Gracias, madres de ANFASEP. Gracias, madres que ya no están en este mundo. Gracias, mamá Angélica. Gracias a todas las madres más jóvenes por lo que hicieron y lo que hacen, por enseñarnos la inagotable fuerza de su ternura y por encarnar limpiamente la dignidad humana.
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