Antonio Zapata Velasco
45 años atrás se reunió la II Conferencia Episcopal Latinoamericana en Medellín, promoviendo la transformación integral de la Iglesia Católica regional. De esa conferencia surgió la Teología de la Liberación, un nuevo acercamiento al misterio de Dios, que tuvo en el sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez a uno de sus principales protagonistas. Al terminar el Concilio Vaticano II, el papa Pablo VI convocó a los obispos latinoamericanos y los instó a recibir creativamente los documentos conciliares. Ahí nació el impulso a Medellín.
El Concilio Vaticano II fue el aggiornamento de la Iglesia Católica, que dejó la misa en latín y celebrada de espaldas a los fieles, para adoptar una forma más moderna. Esa vocación se expresó en el diálogo con el tiempo actual y sus demandas. En ese sentido, Medellín reflexionó sobre el “pueblo de Dios”, fundamentando el compromiso cristiano con las condiciones concretas de vida de las mayorías latinoamericanas.
Se abrió el contacto entre la teología y el análisis social. Tanto el documento de Medellín como el texto de Gutiérrez giran alrededor de temas como la dependencia y el desarrollo. Incluso, Gutiérrez critica la opción desarrollista y adhiere a la teoría de la dependencia. Hoy en día estos conceptos suenan pasados de moda. Pero el punto esencial es el énfasis teológico en el diálogo con el mundo; es más, la convicción sobre el lugar clave del mundo para la opción cristiana. Ella había dejado de ser contemplativa.
En esta reflexión, la caridad ocupa un puesto crucial. En efecto, es presentada como la virtud cristiana por excelencia, expresando el compromiso con los demás. Se trata de querer al otro y no permanecer indiferente a su suerte. Es más, el pecado es enemistarse con Dios a causa del egoísmo y la sensualidad de la vida disfrutada en forma individual. El pecado sería una falta contra la caridad.
De ese análisis surge la opción preferencial por los pobres. Al estar desprovistos y multiplicadas sus carencias, la caridad conlleva un compromiso para socorrerlos. Así, el discurso de la Teología de la Liberación apela al aliento humanista contenido en la tradición cristiana y se remonta a textos de los apóstoles.
Asimismo, dialoga con el marxismo. Era la época de las guerrillas y del marxismo romántico que se expandió por el continente. La figura del Che estaba en todas partes y ganaba miles de corazones juveniles. Ante esta realidad, la Teología de la Liberación se impuso una fecunda confrontación con el marxismo. Rechazó el ateísmo, alentando paralelamente la lucha contra la injusticia. Llamó a alejarse de la política sin Dios, pero coincidió con el marxismo en las causas de la protesta social.
Por ello, subrayó la cuestión de justicia social. La Teología de la Liberación afirma que la injusticia es el fundamento del conflicto; por ello, agente activo del malestar social. Ante esta realidad, el marxismo predicaba la rebelión armada; mientras que la Teología de la Liberación alentaba un compromiso no violento con las comunidades cristianas de base para buscar la justicia en este mundo.
Así, esta teología fundamentó una posición de izquierda cristiana, que se manifestó con fuerza durante los setenta y ochenta en el escenario político. Sin embargo, la caída del Muro de Berlín y el triunfo del neoliberalismo mellaron el protagonismo de las izquierdas, terminando con los tiempos fáciles para propuestas como la Teología de la Liberación.
En ese momento hubo un giro conservador en la Iglesia que ha durado varias décadas. Ahora es claro que se vive un momento de inflexión. Sin ninguna certeza sobre el rumbo en curso y mirado desde fuera, una relectura de la Teología de la Liberación evidencia que ciertos conceptos lucen antiguos; pero, la propuesta moral conserva enorme solidez. Al fin y al cabo, la caridad asumida como compromiso de vida puede recuperar al catolicismo en el mundo actual y rescatarlo del desprestigio generado por escándalos financieros y abusos sexuales.
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