César Hildebrandt
Nada odió más la derecha peruana –la vieja y alfabeta de ayer, la bruta
y achorada de hoy- que el reformismo militar de los militares del 68.
Nada le dio más miedo, más rabia histérica, que ver languidecer sus
antiguos privilegios fisiocráticos y latifundistas y ver la cholería favorecida
por ciertos derechos sindicales y patrimoniales.
“El Comercio” de los Miró Quesada aplaudió la intervención de la Fuerza
Armada del 3 de octubre de 1968. Lo hizo por convicción y porque estaba
convencido de la podredumbre que había supuesto la desaparición de la famosa
página 11 en el “arreglo” firmado entre la International Petroleum Company y el
régimen de Belaunde Terry. Entendía también el diario decano que era tiempo de
que Perú abandonara el modelo encomendero y produjera una clase empresarial
moderna.
De hecho, la mayor parte de los empresarios del comercio y la
industria, de la banca y del transporte hicieron mucho dinero con el gobierno
militar. Allí están las CADE que registraron sus ovaciones, sus compromisos y
sus agradecimientos ante la equivocada política velasquista de cerrar las
importaciones y obligarnos a todos a consumir lo que aquí se producía. Fue una
exageración nacionalista la que produjo ese mercado cautivo. Una exageración
surgida pendularmente de tantos años de entreguismo a los intereses
extranjeros.
Pero había un propósito en ese gobierno: producir el desfogue que
impidiera la explosión de la olla a presión que era la sociedad peruana. Fue el
único gobierno que se atrevió a tocar la esencia misma del antiguo régimen y de
eso0 se trató la reforma agraria. Y fue el único gobierno de la historia que
sacó la cara por los derechos laborales.
A nadie más temieron los plutócratas del Club Nacional que a Velasco. A
sus sicarios de la pluma, más tarde, les darían un vasto encargo: asesinar simbólicamente
a Velasco acusándolo de ladrón, canalla y dictador.
Entrevisté a Velasco luego de su derrocamiento, Seguía viviendo en la
casa de clase media donde poco después terminaría de morir, pobretón y
amargado. Nadie pudo cuestionar su horadez personal. Y ni Fernández Maldonado
ni Gallegos Venero ni Rodrfiguez Figueroa –y ni siquiera Tantaleán Vanini-
terminaron encausados o presos.
Su dictadura fue un error, sus rabietas autoritarias fueron fatales.
Pero no fue un ladrón ni un asesino como sí lo fue, años después, Alberto
Fujimori, ante cuyas fechorías se calló en varias lenguas el lumpen mediático
que hoy quiere erguirse en árbitro moral del país. Y Morales Bermúdez, su
sucesor, también clausuró revistas y deportó a gente pero no mereció ni el
rigor ni los adjetivos dados a Velasco. Y es que Morales Bermúdez encarnaba la
restauración conservadora, el retorno de la falaz monarquía dineraria que nos
sigue gobernando.
Velasco expropió los periódicos y creó un indeseable monopolio
gubernamental. E intervino la televisión y produjo un guión más o menos
monocorde que todo el mundo rechazaba.
Pero ahora resulta que “El Comercio” –el imperio desde el que Aldo
Mariategui insulta y veja a César Lévano- tiene el 80% del mercado de la prensa
diaria escrita. Y eso parece ahora “natural”. Tan “natural” como que la
televisión, donde “El Comercio” tiene en sus manos el primer canal de
televisión abierta y el primero del cable, sea lo que es ahora: basura diversa
en el entretenimiento y unanimidad aburrida en relación a los paradigmas “ideológicos”
que propone.
Para la derecha bruta y achorada el problema no son las dictaduras. La
dictadura puede ser requetebuena si quien la dirige es Augusto Pinochet, quien
impulsó la receta neoliberal apunta de bayonetas. Y puede ser “excelente” si
quien encarna es Alberto Fujimori, quien hizo lo mismo en el Perú con un grado
aún mayor de corrupción. El problema es quién osa entonar canciones nuevas. De
allí su odio racista a Evo Morales, su despecho por Lula, sus calumnias contra
Correa. En las cuevas donde la derecha bruta y achorada sigue comiendo el
ancestral mamut de su dieta sólo está permitido un tipo de fuego y siempre ha
de pintarse el mismo bisonte.
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