Francesca Emanuele
En el Perú, la “lucha antidrogas” consiste principalmente en militarizar y erradicar las zonas de cultivo, en criminalizar a los campesinos productores, y en detener a los consumidores. Poco importa que esté ampliamente documentado que, si el propósito es acabar con la problemática del tráfico ilícito de drogas (TID) y la dependencia rural de la producción de coca-PBC, los mecanismos mencionados carecen de eficacia y traen como consecuencia la violación de importantes derechos.
Una “estrategia contra las drogas” que vierta significativos recursos en operaciones de reconocimiento y desarticulación de los carteles del TID, comportaría mejores resultados. Para ello, se requeriría una apuesta gubernamental (con capital humano y económico) en pos de la investigación e identificación de operaciones de lavado de activos. Otra maniobra paralela y eficaz sería sentar jurisprudencia mediante la condena de alguno de los numerosos casos por tráfico de insumos químicos para la elaboración de cocaína y PBC. Sin embargo, por lo menos hasta el 2012, en el Estado peruano no existía ninguna sentencia condenatoria por este delito.
Un gobierno verdaderamente preocupado por resolver esta problemática desarrollaría una política sostenible y comprehensiva de cultivos alternativos, que apunte al mercado interno y a una soberanía alimentaria, en lugar de centrarse en la dependencia de la exportación de cuatro monocultivos, dependencia agravada por los vaivenes del precio internacional de estas materias primas. Un ejemplo de la debilidad de la política de cultivos alternativos en el Perú es la plaga del café en la selva central, la que ha arrasado con más de un tercio de la producción, y la que podría ser el detonante masivo de un retorno al cultivo de hojas de coca, tal como señala el Centro de Investigación Drogas y Derechos Humanos (CIDDH).
Semanas atrás, la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNDOC) presentó el informe 2012 sobre el monitoreo de cultivos de coca en el Perú. En él se hizo hincapié en la reducción del 3.4% de la superficie de plantaciones de hoja de coca en el país. Lo que la UNDOC nombró más tímidamente es que esta reducción se concentró principalmente en la región del Alto Huallaga, una zona que hace más de una década ha dejado de ser el espacio principal de producción de coca, para cederle el puesto al VRAEM. Diversos expertos achacarían este descenso de cultivo en el Alto Huallaga no tanto a la exitosa estrategia del Estado, como sí a la decisión de los propias organizaciones de traficantes de transferir sus cultivos hacia otros espacios (el llamado “efecto globo”, que no acaba con el problema, sino que lo traslada hacia otros territorios).
El CIDDH publicó un imprescindible análisis de aquel informe de Naciones Unidas, donde además de señalar algunas de las cuestiones expuestas en esta columna, destaca la inopia que atraviesan zonas de cultivo como el VRAEM. La paradoja es que en “la cocina de cocaína más grande del mundo” (es decir, el VRAEM: productor del oro blanco que genera miles de millones de dólares mundialmente), abunda la miseria: se reportan tasas altísimas de desnutrición y mortalidad infantil, y alrededor del 65% de sus habitantes son víctimas de la pobreza.
Otro de los flagelos de estas poblaciones es la creciente militarización de sus territorios. De hecho, el gobierno peruano está impulsando la construcción de una base militar en el VRAEM, atendiendo a recomendaciones estadounidenses. Una decisión perjudicial y de espeluznante terquedad, sobre todo si tomamos en cuenta que nuestro país lleva décadas haciéndole caso a los bienintencionados consejos norteamericanos, y hoy nos perfilamos como el mayor productor de hoja de coca y PBC del mundo.
Asimismo, parece que también seguimos “estrategias antidrogas norteamericanas” en las urbes peruanas, aunque estas pisoteen nuestras leyes: en 2011, en EEUU se detuvieron a casi 700 mil personas únicamente por consumo de marihuana. En Perú, en 2012, el 59.4% de los arrestos por tráfico ilícito de drogas fueron por actos de consumo. La incongruencia es que, a diferencia de EEUU, en nuestro país no es ilegal el consumo de drogas. El desconocimiento de la ley por parte de nuestra Policía Nacional no solo atenta contra los derechos de los peruanos en esta materia, sino que resta recursos para la identificación y desmantelamiento de auténticos actos de tráfico ilícito de drogas.
Es evidente que el enfoque peruano contra el TID no ataca a sus verdaderas causas. Entonces, pregunto: ¿nuestras autoridades son tan ilusas como para continuar repitiendo errores del pasado o es que no les interesa acabar con el problema?
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