7 de noviembre de 2013
Cada quien para sí mismo, dios contra todos
Dejan Mihailovic
Estamos a dos años de conmemorar el 70 aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial. Las siete décadas que nos separan del fin de la más grande manifestación de la violencia y la praxis destructiva que haya conocido la historia humana, son más que suficientes para reflexionar tanto sobre el periodo transcurrido como del futuro rumbo de la humanidad. Tuvimos primero la Guerra Fría global, símbolo de un mundo bipolar flanqueado por la tensión nuclear y las guerras calientes locales. James Bond perseguido por los agentes de la KGB en las calles de una ciudad de Europa del Este, más que un simple entretenimiento para millones, era el retrato vivo de un mundo dividido por la maniquea visión de amigos-enemigos y el miedo al Otro como potencial destructor de nuestro propio e insustituible “mundo de la vida” (Habermas). La caída del Muro de Berlín significó la entrada hacia una nueva era mal llamada mundo unipolar (los polos siempre son dos ¿o no?) con Estados Unidos como la reina única en el siempre conflictivo tablero de ajedrez mundial (Brzezinski). Bond tuvo que ceder su lugar a las naves sin piloto que, sobrevolando a Afganistán, sembraban una gran duda en la población local: ¿nos caerán paquetes con alimentos o bombas? Finalmente, con los atentados del S-11 y la guerra global preventiva contra el terrorismo, inicia la época del, nuevamente mal llamado, orden multipolar que, en su esencia es más bien entrópico, contingente y de poderes mundiales completamente desterritorializados (Hardt y Negri). Drones, intentos de legalizar la tortura, intervencionismo humanitario, y la resucitación del gran proyecto orwelliano de vigilar y castigar (Foucault) serían los componentes más destacados que reafirman esta última etapa.
Ahora bien, en los más de cinco siglos del sistema-mundo capitalista (Wallerstein), las potencias hegemónicas en turno fundamentaban su supremacía en los respectivos ciclos sistémicos de acumulación (Arrighi). Independientemente del estilo de llevar a cabo su poderío imperial, todas tuvieron que desplegar un cierto dominio en cuatro rubros de gran importancia geopolítica y geoestratégica: una inigualable capacidad de producción de bienes materiales; una posición ventajosa en las relaciones comerciales, un relativo control del sistema financiero internacional y, finalmente, una indiscutible superioridad militar. No hay que hacer mucho esfuerzo para darse cuenta que Estados Unidos enfrenta hoy en día graves problemas en los primeros tres. Entonces, queda el cuarto rubro como la única posibilidad de posponer lo evidente: el franco declive de una hegemonía con los días contados. Solo que ahora el clásico patrón de movilizar continuamente el complejo militar-indutrial implicaría gastos insoportables y riesgos incalculables, situación que exigió reforzar las prácticas de espionaje y servicios de inteligencia para, más o menos, mantener si no el poder real, por lo menos la imagen de que “todo está bajo control”.
Que las prácticas de espionaje y servicios de inteligencia son parte de una guerra de baja intensidad es un hecho bastante trivial, pero que ahora son aplicados a los países, “amigos”, “aliados” y entidades no estatales y “no-combatientes” resulta un tanto extraño y poco admisible en un mundo lleno de cooperación, integración y frentes comunes para diluir todo tipo de amenazas globales. Sería demasiado simple atribuir ese fenómeno al miedo fabricado, inducido y empaquetado para digerir la dosis diaria de una realidad hecha amenaza permanente. Ya George Bush padre, al justificar la primera invasión de Irak en 1990, había advertido que “el mundo sigue siendo un lugar peligroso” (¡sic!). Poco después, Madeleine Albright nos instruyó en aceptar que existe una única nación “indispensable en la historia y esta es precisamente la estadounidense”. Sin embargo, tal vez las frases de mayor utilidad para comprender lo que realmente sucede en estos momentos en torno al imparable destape de “escándalos por espionaje”, serian aquellas que Donald Rumsfeld pronunció hace más de diez años con el propósito de legitimar la segunda invasión a Irak, bajo el pretexto de buscar el arsenal fantasma de armas de destrucción masiva. "Las informaciones que dicen que algo no ha pasado siempre me resultan interesantes. Hay cosas que sabemos que sabemos. También hay cosas desconocidas conocidas, es decir que sabemos que hay algunas cosas que no sabemos. Pero también hay cosas desconocidas que desconocemos, las que no sabemos que no sabemos". Más allá de ser un enredo semántico y una clase pública de filosofía analítica, ese extraño balbuceo, aun sin intención alguna nos recordó de un cuarto elemento faltante en el laberinto pronunciado por Rumsfeld: “lo desconocido conocido” o sea, aquello que nosotros no sabemos que sabemos, parte del inconsciente freudiano, o, lo que para Lacan seria el “conocimiento que no se conoce” (Zizek). Dicho de otro modo, en la codificación postmoderna: no importa el hecho (espionaje), sino su interpretación y asentamiento en la opinión pública (escándalo). Es decir, existe una transferencia de los hechos a los significados posibles de los hechos y lo que ellos podrían provocar. Todos sabemos de espionaje, pero cuando la práctica se descubre, la opinión pública hace que el hecho tome dimensiones de algo escandaloso. El problema entonces no es lo que sabemos, sino descubrir lo sabido y mostrar (Oh my God!) nuestra capacidad de asombro.
Todos los esquemas de espionaje, vigilancia, control y/o intimidación se desarrollan mediante estrictos patrones de incógnitas y ecuaciones, códigos secretos, infiltración, robo de información, apropiación (casi siempre) ilegal de base de datos, etc., en donde es bastante fácil aplicar el famoso lema: cada quien para sí mismo, Dios contra todos. Pero, resulta cada vez más evidente que a los amigos no se los espía bajo la cortina de la lucha antiterrorista, sino para conseguir ventajas desleales en el mercado global. Sobre todo ahora, cuando las guerras por los recursos y la militarización del mundo serán intensificados. Es muy arriesgado decirlo, pero existe una leve similitud entre los cruzados del Ricardo Corazón de León y la cleptocracia mafiosa del lobby petrolero esparcida a lo largo del planeta. Los primeros iban por el Santo Grial y regresaban con el oro de Jerusalén y Constantinopla, los segundos iban por Bin Laden y no regresarán hasta que su copa sagrada no se llene de oro negro.
En suma, intervenir el teléfono móvil de Angela Merkel, conocer qué canción chifla Peña Nieto en la tina o enterarse del platillo favorito de Francois Hollande, tiene poca relevancia para NSA, conlleva un poco de morbo a la opinión pública mundial, pero no tiene absolutamente nada de escandaloso. El verdadero escándalo consiste en descubrir nuevamente lo que sabemos de sobra: en el mundo actual hay tres tipos de Estados: un puñado de ellos que goza de plena soberanía; unas cuantas decenas de Estados que disponen de una soberanía parcial y el resto que son Estados con soberanía nulificada.
Pocas son las probabilidades de tratar, suavizar o resolver los problemas que enfrenta el mundo contemporáneo fuera de la tripleta mágica: Estado-Mercado-Sociedad. Sin embargo, la estrategia de espionajes sistemáticos, masivos e ilegales que pretende fortalecer el Estado, controlar el mercado y anestesiar la sociedad, no tendrá ningún futuro. Vaya, toda aquella perspectiva paranoica que reduce la realidad a un abstracto campo plagado de irracionalidades está destinada al fracaso y requiere de una terapia adecuada.
A veces, una buena manera de sacar las conclusiones es plantear las preguntas incómodas. He aquí algunas: ¿Son Assange, Manning, Snowden (la lista no terminará aquí) jinetes solitarios, portadores de una virulenta y malévola práctica cyberterorrista o, más bien, se trata de una disidencia subversiva del capitalismo digital, una extraña muestra de excesos de un sistema de control corrosivo y caduco que pone en evidencia la decadencia de nuestras sociedades altamente administradas? ¿Atraviesa el país de Estados Unidos una crisis de identidad sin precedente anclada en un oficialismo autorreferencial y una iconografía ególatra incapaz de discernir entre actores mundiales y tan solo enfocarse en sus propios intereses?
Finalmente, ¿qué nos espera si seguimos permitiendo que las libertades de elegir y de tener continúen sobrepuestas a las libertades de ser? Hay que hacer algo ante la posibilidad de convertirnos en individuos desubjetivados con cerebros pasteurizados y ojos embobinados para la porción diaria de control y adiestramiento haciendo juego a una historia en la que nade sucede.
Nota
El título alude al nombre original de la película-obra maestra de Werner Herzog El enigma de Kaspar Hauser (Jeder für sich und Gott gegen alle).
Se publica este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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