David Torres
Los millonarios son una especie aparte. Ojo, que no digo una raza, como si fuesen lapones, chinos o gitanos, sino otra modalidad del ser humano. Los escritores que han intentado estudiarlos de cerca casi siempre han salido escaldados. Truman Capote, que los conocía bien, intentó diseccionarlos en aquella novela inconclusa, Plegarias atendidas, pero la publicación prematura de los dos primeros capítulos en una revista le costó el exilio perpetuo de todos los áticos y palacetes de la alta sociedad neoyorquina. Capote se quedó el resto de su vida mosconeando como un abejorro que golpea contra el cristal de la fiesta y nunca pudo terminar el libro que empieza con esta frase antológica: “En algún rincón de este mundo vive un filósofo excepcional, una chica que se llama Florie Rotondo. El otro día, en una revista que recopila redacciones de colegiales, di con una de sus reflexiones. Decía así: Si pudiese hacer lo que quisiera, me iría al centro de la Tierra, nuestro planeta, y buscaría uranio, rubíes y oro. Intentaría encontrar Monstruos Perfectos“.
Capote provenía casi de la miseria, del profundo sur, y llegó hasta la cumbre a golpe de talento, pero, después de despeñarse por culpa de su boquita indiscreta, lamentaría no haber caído aún más bajo. Sólo toleraba vivir al límite, en un rascacielos o en una chabola, pero lo que le resultaba insufrible era un piso: la sufrida ordinariez de la clase media. Al final se quedó sin penetrar el misterio, lo mismo que Fitzgerald, que disfrutó una breve carrera de millonario antes de estamparse en el arroyo y perderlo todo tras el batacazo. El autor de El gran Gatsby resumió en una sola frase la autopsia moral y mental de las clases altas: “Los ricos tienen más dinero y los pobres más hijos”.
A un escritor con muchas menos credenciales, Johannes Mario Simmel, le leí una escena que revelaba a la perfección los sutiles y zafios mecanismos del dinero. Al protagonista, un investigador que trabaja para una compañía de seguros, lo invitan a una fiesta de la jet en Cannes o en Niza. Lo invita un amigo que tampoco puede permitirse tales lujos, de modo que tiene que alquilar un servicio de cocineros, camareras y mayordomo al completo para una sola noche. En la fiesta abundan las mujeres despampanantes, los petroleros tejanos, los ganaderos argentinos y los navieros griegos, y al final el protagonista recoge el abrigo y ve un plato donde hay un montón de billetes: la propina para el servicio. Se disculpa ante el amigo porque sólo puede dejar un par de billetes de cien francos, pero el amigo le dice que no piense bien, que es el único que ha dejado propina y que todos los demás billetes los ha puesto él para no dejar en mal lugar a aquella gentuza. “No lo puedo creer” dice. “¿Quieres decir que todos estos millonarios, que poseen montañas de dinero, ni siquiera han dejado diez francos?” “Nada. Ni una moneda. ¿Por qué te crees que han llegado a millonarios?”
He ahí, al descubierto, la mentalidad bipolar de ciertos magnates, un balanceo que oscila entre la ostentación y la racanería. Díaz Ferrán pidiendo un abogado de oficio para no gastarse ni un euro de los 88 millones que acumuló en su época de presidente de la patronal. Probablemente, cuando decía que le daba pena la gente que volaba en sus aviones no lo decía porque él volara en primera sino porque, antes que rascarse el bolsillo, hubiera preferido viajar en patinete. La mujer de Bárcenas le pidió al juez que le descongelara una cuenta para poder hacer frente a la factura de la luz poco después de haberse gastado noventa mil euros en un Land Rover. Paul Getty tenía un castillo en Inglaterra en cuyos dormitorios de invitados había un teléfono de fichas. Casona decía que reconocía a un millonario en un restaurante al primer vistazo: siempre daban órdenes y jamás propinas. Yo mismo conocí una vez a un pobre hombre que tenía una finca en Andalucía con docenas de caballos pero que, cuando se iba de viaje, cerraba la despensa con un candado y les dejaba para todo el fin de semana a la familia media docena de huevos y una lata de tomate frito. Fitzgerald llevaba razón: tienen más dinero.
http://blogs.publico.es/davidt
No hay comentarios:
Publicar un comentario