Camilo de los Milagros
En 1967 o 68 llegó a la casa de mis abuelos una novela con tantos
personajes, todos de nombre tan raro, que para leerla era necesario ir
escribiendo en un papelito cuál era el hijo de cuál, hermano de quién y
marido de aquella. Además, la soberana costumbre de adjudicar el mismo
nombre de los antepasados a los descendientes enredaba todavía más la
vaina.
–Te la recomiendo. Es de un tipo periodista en El Espectador.
Con esas palabras mi abuelo se la pasó a su cuñada, que abrió la primera
página por la tarde y cerró la última en la madrugada. Ebria, poseída,
narcotizada por la historia. Tal era el efecto de Cien años de soledad
sobre aquellos que se aventuraban en sus líneas: un efecto perturbador y
a la vez adictivo, una sensación maravillosa y fascinante, de embrujo,
pero también salvaje, violenta, que recreaba como ningun otro relato la
tragedia colombiana en una impresionante metáfora. O en un vallenato
largo, cómo dijo su autor. Es lo mismo.
De 1967 a hoy probablemente toda mi familia -como tantas otras- ha leído
una o varias veces las obras de Gabo, en distintas generaciones, sin
perder vigencia. Igual que el guerrillero derrotado en la guerra de los
mil días, a todos nos infectó la admiración y la sorpresa el día que
nuestro padre nos dio a conocer el hielo. Por eso esa obra nos sigue
fascinando. Y cada que un feroz combate deja cómo única víctima a un
caballo muerto de infarto, cada que el número de la lotería aparece
escrito el día anterior en el vientre de un bagre rayado de cualquier
villorrio polvoriento del Caribe, cada que en el Chocó o el Caquetá se
descubre la imagen del Cristo redentor bosquejada en las líneas de la
caparazón de una tortuga, nadie esconde las risas y las alusiones al
Nobel: si es que Gabo no se inventó nada –dicen– en éste país la
realidad supera la ficción. Gabo nos dijo que ese Nobel no era de él.
Era de nosotros.
Y es verdad, García Márquez no se inventó nada. Lo “real maravilloso”,
se leía ya con mayor fuerza en las narraciones de Alejo Carpentier, Juan
Rulfo y Miguel Ángel Asturias, gigantes precursores de la auténtica
literatura latinoamericana. Incluso Héctor Rojas Erazo, un desconocido
escritor paisano y coterráneo de Gabo, imaginó años antes otro pueblo
enloquecido e inverosímil, otro Macondo que podría ser cualquiera de los
caseríos miserables de la Costa colombiana, ayer, hoy, con toda
seguridad también mañana.
El asunto, creo yo, es de invertir los términos: éste país se inventó a
García Márquez. Ésta tierra desbordada lo creó, lo alimentó, lo erigió
como su consciencia clarividente, una consciencia del desastre. Nuestra
realidad monstruosa y deformada, desde toda lógica terrible, también era
pretendiente para la belleza. Cuando Gabo comenzó a devolvernos eso en
novelas y cuentos, se conjuró el hechizo.
Hoy se dirá que la obra de García Márquez es grandiosa, imperecedera, se
dirá que es genial, inmortal o sublime. Puede que sea cierto, como
puede que Cien años de soledad sea la mejor novela del siglo XX.
Pero deberían recordar los afectos al elogio frívolo, que esa obra se
cimenta en la tragedia de una nación enfrentada desde el principio
consigo misma. Hoy se muere el escritor en tiempos donde el cólera y la
malaria siguen matando negros pobres en Cartagena o Quibdó. Su obra es
grande, precisamente porque está escrita con el dolor de los
colombianos.
Gabo fue un tipo excepcional, de eso no hay duda. Leyó a los
norteamericanos como ninguno lo había hecho en esta provincia perdida.
Revolucionó el periodismo y sus cuentos tienen la puntería de un
narrador único. No se conformó con escribir una novela impresionante,
nos dejó varias. La mala hora es quizá el mejor retrato del conflicto partidista entre liberales y conservadores en los años 50. El amor en los tiempos del cólera probablemente la historia de romance mejor lograda en este país. El coronel no tiene quien le escriba
refleja con dureza el olvido proverbial de los trópicos y sus gentes,
la misma soledad que impregnará su obra posterior. Su ópera prima La hojarasca es una de las apuestas literarias más atrevidas y mejor logradas de la literatura colombiana. Crónica de una muerte anunciada
deviene en un relato que se ha recreado tantas veces en tantas partes,
que uno no sabe si la maestría está en la forma de contarlo o en la
identificación del lector con los sucesos.
Cómo cineasta Gabo fue muy mediocre, aunque Tiempo de morir, un filme con guión suyo, resulta en clásico a la hora de explorar la obsesión colombiana y garciamarquiana por la violencia.
Y ahí me quedo. El García Márquez que aparecía de blanco con nuestros
Presidentes genocidas, el que escribía novelas exaltando la prostitución
infantil, el que hizo un libro a los delfines mimados de la
aristocracia bogotana, ese era otro García Márquez, reducido a la sombra
de un Nobel que no era para él, sino para nosotros.
Me resisto a entender que Gabriel García Márquez haya muerto hoy por la
tarde a los 87 años. No lo creo. Con lo mamagallista y adicto a las
bromas que era, esperaba que falleciera a los 100 años encerrado en un
armario viejo o que se convirtiera en pescadito de oro o en nube de
mariposas. El escritor que deslumbró a todas las últimas generaciones de
colombianos desapareció en realidad hace décadas, cuando silenció su
pluma fantasiosa. Prefiero al otro, al que se fue a recibir un premio
Nobel en guayabera, ese que les dijo en la cara a los europeos que somos
los herederos de su barbarie, el que se exilió en México porque de lo
contrario terminaría como sus personajes, frente a un paredón de
fusilamiento. En su obra habitamos nosotros, con todas nuestras taras,
con todos nuestros muertos, con todo nuestro sufrimiento a cuestas.
No encuentro otro caso dónde un escritor y el alma adolorida de una
nación sean la misma cosa. No se asombren si mañana, Colombia sigue
enloquecida de eternos guerrilleros derrotados muriéndose de viejos, de
amantes que se quieren a machetazos, de pueblos donde las matronas
adivinan el futuro y los hombres descubren la gloria de una parranda
infinita entre el desangre. ¿Habrá para nosotros una segunda oportunidad
sobre la tierra?
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