Antonio Zapata
No obstante el ingreso de las FFAA a controlar el orden público, pareciera que el proyecto de la Southern en Islay quedará postergado. El ejército puede manejar la región, pero no se ve posible que en el corto plazo comience efectivamente el trabajo de la mina. De este modo, bajo este gobierno, dos grandes proyectos mineros habrán sido suspendidos. Antes que se presente una tercera crisis, conviene reflexionar sobre las políticas que podrían librar al país de estos costosos conflictos sociales.
Como sabemos, de acuerdo a nuestra tradición legal, el subsuelo pertenece a la nación y no al propietario de la superficie, como en la legislación anglosajona. Este punto es clave porque introduce al Estado como representante legal de la nación y propietario de los bienes que se hallan en el subsuelo. A partir de ahí, el Estado saca en concesión y firma contratos con compañías interesadas en la explotación de esos recursos.
Por su parte, los derechos de los dueños de la superficie históricamente han sido menospreciados. En casi todas las ocasiones se ha tratado de comunidades indígenas o campesinos pobres que simplemente eran arrimados y puestos de lado.
Ante ello, en los últimos años y gracias a acuerdos internacionales, se ha promulgado una legislación que establece consultas previas a la población indígena, como mecanismo para obtener la llamada “licencia social”. Aunque en ningún caso son vinculantes y el Estado decide en última instancia.
Pero la consulta previa no es obligatoria a poblaciones que no son calificadas como indígenas. Aunque la ley de municipalidades abre una puerta y gracias a ella se han llevado adelante consultas en dos ocasiones, Tambogrande e Islay. En ambas ha perdido la minería porque los agricultores le temen, ya que las empresas extractivas pocas veces han sido cuidadosas con la naturaleza.
Este es otro punto clave. Existe suficiente experiencia histórica sobre lo destructiva que puede ser la actividad minera. Desde la primera explotación moderna, la Cerro de Pasco Corporation y los famosos humos de La Oroya, se sabe que la minería envenena el agua y amenaza a la ganadería y agricultura. Por ello, la legislación que plantea la consulta previa es absolutamente necesaria, porque la población que vive al lado de la mina tiene derecho a exigir condiciones ambientales que permitan la coexistencia de formas de vida. La mina está irrumpiendo y debe garantizar que las anteriores actividades productivas puedan sobrevivir.
Esta consulta previa debería extenderse a todas las poblaciones adyacentes a los proyectos mineros y no ser válida solo para indígenas. Por su parte, como no es vinculante, al final interviene el Estado, en tanto representante de la nación verdadera dueña del subsuelo.
Pero el Estado es débil y poco confiable, ya que tenemos suficiente experiencia de su colusión con las grandes empresas extractivas. Como somos un país rentista, sus ingresos dependen en buena medida de los impuestos que cobra a las empresas dedicadas a la exportación de materias primas. Por ello, el Estado se inclina a defender esos intereses y posterga a los ciudadanos pobres que no son contribuyentes.
Estas deficiencias del Estado no han de resolverse en el corto plazo y sin embargo se requiere soluciones para evitar este peligroso camino de explosiones sociales ante los proyectos mineros de envergadura. Un mecanismo podría ser un plebiscito nacional para aprobar un tema de fondo que este gobierno dejó caer: una zonificación nacional.
A estas alturas se sabe dónde están los yacimientos mineros y se tiene una evaluación de su potencial. Asimismo, se sabe dónde la minería afecta todo el ecosistema y dónde es relativamente aceptable. Con ese conocimiento se puede elaborar un mapa que establezca dónde se puede desarrollar minería y dónde queda prohibida. Que se apruebe en forma plebiscitaria, porque si la ciudadanía lo respalda, ese acuerdo será poderoso e imparcial, justo lo contrario al Estado.
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