Guillermo Nugent
Fue una experiencia contundente que en una misma semana confluyeran los siguientes acontecimientos: San Marcos niega el uso de la casona para el velorio de los restos de Manuel Acosta Ojeda, un reconocido hito de la cultura musical popular del país y frecuente conferenciante de la mencionada casa de estudios. La Universidad Católica prohíbe una exhibición de juguetes eróticos como parte de un evento feminista (la semana anterior, esas mismas autoridades habían cancelado un concierto de metal rock en un auditorio de su propiedad). Y en el colmo de esta serie, la Universidad San Martín de Porres –pese a lo ocioso que resulta recordar que lleva el nombre de un personaje negro o afroperuano– es objeto de denuncias por prácticas racistas. No incluimos el caso del negocio universitario particular de un congresista cuyos profesores eran pagados con sueldos del Congreso, porque las universidades for profit o con fines de lucro son otra galaxia.
No es la primera vez que suceden episodios de esta naturaleza, pero siempre se los ha tratado como temas aislados de cada institución: que si el rector tal no tiene idea de un artista reconocido, que si en otro sitio están obligados a ser cucufatos o si en tal otro hay un decano interesado en atraer estudiantes 'frívolos y superficiales'. Mi punto de vista es que estamos ante problemas que afectan al conjunto de lo que entendemos por educación universitaria. Hasta ahora la atención ha sido puesta en las universidades etiquetadas como 'mediocres', un adjetivo sospechosamente genérico para eludir una denominación más franca: pésimas. Como es costumbre en nuestra cultura pública, es preferible señalar al ciego para sentirse rey, y todos los tuertos tranquilos, a seguir como siempre han sido las cosas.
Sería conveniente y saludable plantearse el dilema: ¿queremos ser los mejores o queremos dejar de ser los peores? Esto es particularmente visible en la situación universitaria actual. Resulta evidente que la segunda opción es la que ha guiado la elaboración y debates de la última Ley Universitaria, con la natural oposición de las peores instituciones, que cuentan con no pocos representantes en el Congreso. Se trata, por lo demás, del dispositivo característico que orienta la enredadera de las discriminaciones peruanas: presentar a algún otro como menos o simplemente peor que uno mismo. Ninguna novedad en esto. Esa es la forma preferida para destacar por lo general. La decadencia perpetua.
Pero los debates sobre la institucionalidad universitaria han estado marcados por una notoria dispersión: escándalos graves o pintorescos, cuando no las dos cosas juntas, en alguna universidad puntual. Pasa un tiempo, a veces solo un tiempito, y ya nadie se acuerda del rector con los sueldos millonarios o del otro que usa la tesorería como caja chica para campañas partidarias.
Propongo una perspectiva algo distinta para entender las actuales dificultades universitarias. Antes que comparar a tal o cual universidad peruana con el ranking de Shanghai, es necesario un comienzo más doméstico y sencillo: el sistema universitario peruano es algo muy parecido al Poder Judicial y a la Policía Nacional. Hay jueces y fiscales probos y policías con genuina vocación de servicio, pero no por ello se le ocurre a alguien decir que, por lo tanto, sus correspondientes instituciones gozan de una genuina veneración ciudadana. Con las universidades pasa algo por el estilo: pueden haber docentes dignos de encomio, alguna autoridad impoluta, administradores pensantes, pero eso no dice mucho sobre la situación general.
¿Qué tienen en común esas tres instancias, los tribunales, la policía y las universidades? Que las creencias han sido reemplazadas por las conveniencias. Son muy pocos los que creen en lo que hacen. En el ámbito de la universidad, eso sería creer que están ahí para formar parte de un quehacer académico. Cuando las palabras legítimas se convierten en cascarones, aparecen, pues, las prácticas perversas.
En las universidades –generalizo a propósito, para evitar la trampa narcisista de: 'mi-universidad-es-distinta-a- las-otras'–, esa perversión no se expresa en primer lugar en coimas, condenas y absoluciones insólitas o apremios físicos; esa perversión se traduce en una figura que podría llamarse retaguardia cultural.
En los episodios mencionados al comienzo se pone de manifiesto este carácter de retaguardia: son cosas que ni siquiera se puede decir que estén mal, sino que propiamente son inconcebibles. Imaginemos que los procesos culturales de nuestra vida pública fueran como los corredores de una maratón: los mejor entrenados van en los primeros lugares y en cierta forma marcan el paso del conjunto; luego viene un amplio pelotón que esforzadamente trata de llegar a la meta y cuyo impulso quizás no es tanto la victoria, como la satisfacción de terminar la carrera; luego están los rezagados, jadeantes, apenas entrenados, que luchan con su humanidad para seguir dando un paso tras otro, aunque realmente no se sabe si llegarán a la meta... salvo que hagan trampa y tomen un atajo.
El primer grupo es el de los creadores, los que inventan nuevos vocabularios, artefactos, herramientas o instituciones. Son quienes en algún sentido van a la vanguardia. El segundo grupo es el de las verdades aceptadas, esa zona intermedia entre el prejuicio y la apertura de buena fe a la novedad en que nos movemos en el día a día. A pesar de todas las dificultades, todavía tiene la meta en el horizonte. Y luego está el grupo de la retaguardia, que simplemente está rezagado de cuanto se discute, y cuyo hábitat es el prejuicio como instrumento de orientación, una genuina alergia a la novedad. Su horizonte no está en la meta, sino en no alejarse demasiado de los grupos que forman el pelotón central, y probablemente su gran consuelo sea constatar que, dentro de la retaguardia, algunos están peores que otros.
El proceso que lleva a esta situación de retaguardia cultural en la institucionalidad universitaria es seguramente una confluencia de factores. Uno importante acaso sea la privatización de facto de la educación superior, iniciada en los años ochenta, antes incluso que la ola neoliberal (1) de la década siguiente. Era un contrapeso restaurador a la movilidad social favorecida por la Reforma Agraria de los años precedentes.
Por otro lado, el repliegue del Estado ante sus propias universidades es uno de los más pronunciados en el continente. Las investigaciones en tecnología y medicina son caras, y, a menos que se cuente con un subsidio de empresas y laboratorios médicos, no es algo que esté al alcance de un establecimiento privado. La presencia del Estado como proveedor de la infraestructura e insumos básicos es inevitable. Los fondos para investigaciones en ciencias humanas en sentido amplio requieren quizás menos dinero, pero una mayor agudeza para mostrar que la discusión y la crítica, lejos de ser destructivas, son la mejor fuente para la creación de nuevas ideas y vocabularios que nos permitan entendernos mejor.
Sin embargo, mientras emiten más y más títulos profesionales, las universidades han dejado de ser espacio de novedad, de esfuerzo y hazañas inventivas. Su potencia académica se ha reducido a la construcción de algún nuevo edificio en el campus, que adornará la página web institucional o un folleto para escolares. Por lo demás, se han convertido en un tipo de organismo huésped donde encuentran refugio los prejuicios y desconocimientos más arcaicos. Su voz está cada vez más ausente y lejana de los debates alrededor de nuestras necesidades públicas. La retaguardia cultural está lejos de ser un asunto de opiniones conservadoras. Tiene que ver con una pérdida de credibilidad.
* Guillermo Nugent es sociólogo con estudios de postgrado en México. Ha escrito “El Conflicto de las Sensibilidades. "Propuesta para una interpretación y crítica del siglo XX peruano” (1991); “El laberinto de la Choledad. Formas peruanas del conocimiento social” (1992); “El Poder Delgado. El diseño cultural peruano” (1996); así como diversos artículos en libros y revistas especializadas. Ha ejercido la docencia en universidades de Lima y México DF.
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