25 de marzo de 2016

Odiar no es un pecado

César Hildebrandt

Sí: a veces hay que odiar.

Hay que odiar a los ladrones del tesoro público.

Hay que odiar a los asesinos que mataron en nombre de Mao y a los que mataron en nombre del Estado.

Hay que odiar a quienes ofendieron al país ensuciando sus instituciones.

Hay que odiar lo que hizo Montesinos.

Hay que odiar lo que hizo Fujimori cuando creyó que todo le estaba permitido.

El odio moral funciona como un deslinde permanente.

Hay que odiar a quienes representan a Fujimori y ponen cara de estar representando a una congregación salesiana.

Hay que odiar a quienes olvidan. A los que quieren el retorno de la podre. Hay que odiarlos en paz, pero hay que odiarlos.

El odio mantiene la vigilia, purifica, salva. El odio sumido de la reprobación ética es una virtud, no un defecto. El odio tiene mala reputación, pero ¿cómo no odiar a Hitler, a Pinochet, a alias presidente Gonzalo?

Si el Perú hubiese podido odiar a los miserables que lo postraron, no habríamos tenido a un Piérola de presidente reincidente ni a un hijo de Prado dos veces presidente ni a Alan García presidente por segunda vez. No habríamos tenido a tanto ladrón en los cargos públicos ni a tanto delincuente en la judicatura ni a tanto Aljovín en el ministerio público.

Hay que odiar la intolerancia y hay que odiar aún más la hipocresía. Pero odiar lo que el fujimorismo encarna no es intoleranle: es prevenir la intolerancia.

Los odiadores del fujimorismo no se desvelan odiando. Ejercen su ira santa cuando los fujimoristas amenazan con volver. Pedirles que no actúen es como pedirle al sistema inmunológico que se paralice ante las invasiones bacterianas.

Después de lo que hizo con el país, con las Fuerzas Armadas, con el Congreso, con la Contraloría, con el Tribunal Constitucional, con la televisión y con la prensa, el fujimorismo debió merecer del Perú el mismo trato que los alemanes les dieron a los nazis. ¿Se puede ser oficialmente nazi en Alemania? No. prohibido.

Pero la hija de Fujimori quiere gobernar para vengarse. Quiere reivindicar al criminal que es su padre y a los ladrones que son sus tíos y a las Chávez de toda la vida. Y eso suscita el odio y el desprecio (y el miedo) de cientos de miles de peruanos que temen el regreso de la pesadilla.

Odiar a quienes quieren convertir al Perú, otra vez, en un país de siervos es algo que revela salud mental, carácter, ciudadanía. Odiar no significa lanzar piedras ni amenazar con matar al adversario. El odio civilizado contra quienes no respetan los cánones de la democracia es un mecanismo de defensa amparado por la Constitución.

A los fujimoristas les asusta el odio y el desprecio que producen. Llaman intolerantes a todos aquellos que les recuerdan, en la tribuna o en la calle, quiénes son, qué encarnan, qué harán. Esperan gobernar. Esperan despertar el fantasma del terrorismo —así sea con atentados pensados por algún grupo parecido a los Colina— para dictar medidas de emergencia. El fujimorismo sólo es feliz en los regímenes de excepción. Para él la normalidad democrática es puro aburrimiento, mediocridad. Necesita la fuerza para sentirse vivo.

Contra eso surge el odio legítimo de quienes no quieren padecer lo mismo y el odio juvenil de los que saben lo suficiente como para expresar su rechazo. El fujimorismo está condenado a ser lo que es. En sus raíces está la violencia y el desdén por los modales democráticos. Contra esto se yergue el odio que puede salvarnos.

Publicada en la revista Hildebrandt en sus Trece del 18 de marzo del 2016
http://www.hildebrandtensustrece.com/index.html

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