19 de septiembre de 2017

Lujuria

Pedro Salinas

Acabo de terminar Lujuria, el último libro del periodista italiano Emiliano Fittipaldi, quien junto a su colega, Gianluigi Nuzzi, fueron obligados a sentarse en los tribunales vaticanos por revelar información (en Avarizia y Sua Santità, respectivamente, publicaciones que escribieron cada uno por su cuenta) que comprometía en actos de corrupción a jerarcas vaticanos durante la gestión del papa Ratzinger.

En esta ocasión, la investigación de Fittipaldi se sumerge en el fenómeno de la pederastia clerical en los tiempos del papa Francisco. Y lo hace exhibiendo casos específicos que grafican clarísimamente los modus operandi de la clerecía romana al momento de encubrir a sus depredadores sexuales. No solo ello. También ventila las diversas modalidades que utilizan los pedófilos ensotanados, aprovechándose de su condición de “guías espirituales”, para manipular mentes inocentes, en un juego perverso en el que, con premeditación y alevosía, se acercan a niños y jóvenes para controlarlos, primero, y, posteriormente, someterlos sexualmente.

“Cuanto mayor es el poder sobre las almas y más tiránico el control de las conciencias, mayor es la tendencia a abusar de los cuerpos de las personas más vulnerables que caen bajo su influencia”, anota el teólogo español Juan José Tamayo en el prólogo a la edición en castellano.

Y es así. Porque acá muchos se preguntan: “¿Qué le pasó al papa y a las autoridades vaticanas en el Caso Sodalicio?”. O: “¿Por qué no sancionaron a Luis Fernando Figari?”. Pues basta leer a Fittipaldi para enterarse de que la iglesia católica no sabe actuar de otra manera frente a este escandaloso fenómeno. La impunidad y la indolencia es lo que prevalece en Roma. Como si se tratase de un acto reflejo. Como si la omertà fuese parte de su ADN.

Con estupor, y a lo largo de las páginas de este documentado libro, uno puede ir constatando que los purpurados más connotados y representativos, e íntimos del actual pontífice, tienen historias de abusos o de encubrimiento, o las dos cosas. Y la respuesta siempre es la misma. Preservar la imagen de la institución católica a toda costa.

“Desde un punto de vista legal, no creo que una compañía de transporte o sus dirigentes puedan ser considerados responsables en el caso de que uno de sus conductores suba a una niña al camión para luego abusar de ella”, esgrime el cardenal australiano George Pell, número tres del Vaticano, implicado personalmente en dos casos de abusos y en decenas de otros en los que ha protegido a religiosos pervertidos.

Fittipaldi abunda en datos que acusan al controvertido Pell, defendido por Francisco con uñas y dientes. Y destaca, asimismo, cómo este príncipe de la iglesia privilegió los intereses económicos de la arquidiócesis de Melbourne (una de las más ricas de Australia) en detrimento de las víctimas, a las que finalmente les ofrecía reparaciones miserables, mediante estrategias legales y mensajes extorsivos y chantajistas, con el propósito de echar un manto de silencio sobre los abusos sexuales a menores. Impidiendo que se haga justicia, es decir. Y esto lo hizo durante décadas, como puede observarse en Lujuria.

Como inferirán, el Caso Pell es emblemático, pero no es el único. Las pesquisas también alcanzan al cardenal Óscar Rodríguez Maradiaga, cardenal y arzobispo de Tegucigalpa, en Honduras, otro de los hombres más cercanos a Bergoglio. Maradiaga habría arropado y ocultado a un pederasta perseguido por la Interpol, pues él es de la política de tapar antes que denunciar. “Hubiera preferido ir a prisión antes que perjudicar” (a uno de mis sacerdotes). “Para mí sería trágico que mi papel de pastor se limitase al de policía. No tenemos que olvidar que somos pastores, no agentes del FBI o de la CIA”, dijo en una conferencia de prensa del año 2002, cuando estalló el bullicio mediático en centenares de ediciones de The Boston Globe.

Desde su particular perspectiva, los destapes que reveló Spotlight, la unidad de investigación del principal diario de Massachusetts, eran malintencionados. Figúrense. Así se refirió a la prensa norteamericana: “Todos sabemos que Ted Turner, el dueño de la CNN y de Time Warner, es un anticatólico declarado. Por no hablar de otros diarios como el New York Times o el Washington Post y el Boston Globe, protagonistas de lo que no puedo definir sino como persecución contra la Iglesia”.

Para Maradiaga, no hay pederastas, o sea, sino odio contra la iglesia. “Un odio que me recuerda a los tiempos de Nerón, Dioclesiano, y, más recientemente, Stalin y Hitler”, exclamó el hiperbólico y melodramático clérigo hondureño, que, aunque no lo crean, forma parte del círculo más entrañable del papa Francisco.

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