César Hildebrandt
E1 Ejecutivo ha ganado la batalla formal.
El fujimorismo, temblando ante la idea de perder la chamba y no recuperar la mayoría matonesca que detenta en el Congreso si se produjesen nuevas elecciones, cedió en apariencia.
Pero ahora vienen las trampas, las dilaciones, los quorums perforados, el cronograma burlado. El fujimorismo no es un partido político: es una organización mañosa y ninguna mafia admite ser derrotada.
Hace mal Vizcarra en decir que hay que confiar en el Congreso porque “se comprometió con las reformas”. Hizo peor el señor Gilbert Violeta al no incluir una fecha en la moción de confianza presentada.
Tal como se describe en una amplia nota de esta edición, el fujimorismo de Keiko Fujimori pretende patear el tablero otra vez y hacerle la vida imposible a Vizcarra. Para eso están las Bartra y las Letona. Para eso estarán los expedientes X sobre Chinchero, la gobernación de Moquegua, los informes incriminatorios que puedan armarse en el Congreso.
El fujimorismo de Keiko quiere, en el mejor de los casos, apropiarse del referéndum: redactar las preguntas, incluir nuevos temas, imponer sus cadencias y sus fechas.
La orden que ha recibido la mesa fujimorista del Congreso es embarrarlo todo, sabotear lo que se pueda, burlarse de lo asumido como supuesto compromiso. ¿Acatará el señor Salaverry esta histeria? ¿La disciplina automática pesará más que los escrúpulos? ¿El miedo a la fiereza de la emperatriz valdrá más que la dignidad?
En todo caso, el país está advertido: el fujimorismo está decidido a someter a Vizcarra al mismo acoso que mereció Kuczynski, con tal de no aceptar que hoy, en la calle, es una minoría crecientemente repudiada.
Todas las armas valen para lograr esta meta. Los Vásquez Kunze y sus legiones harán lo suyo desde la caverna “académica” auspiciada por sectores mineros. La vulgaridad la pondrán las Alcorta de toda la vida. Las trampas congresales las concebirá el
entorno íntimo de Keiko. Pero todo este concierto de rabia y lodo tiene un solo fin: mandar oscuramente, gobernar sin haber ganado las elecciones, terminar de erigir un auténtico régimen paralelo que opera en la sombra. Tenemos de día un gobierno constitucional. De noche, se instala un gobierno clandestino que se niega a aceptar la derrota electoral de hace más de dos años
¿Reaccionará Vizcarra a lo que puede venirse?
No lo sé. Lo que sí sé -y con certeza- es que la gente sí reaccionará y contestará la ofensa como suele suceder cuando las cúpulas mañosas pretenden reírse del clamor popular.
Me preguntan a veces cuándo fue que el Perú se convirtió en este páramo sin partidos ni destino común ni intuición de futuro colectivo.
Tuvimos diez años de terrorismo. Y tuvimos diez años de fujimorismo.
Las hordas de Guzmán nos hirieron profundamente y sacaron lo peor de nosotros. Nunca entendimos que Sendero Luminoso sólo pudo prosperar, como lo hizo, en una sociedad abismalmente desigual. Nuestra respuesta fue darle a un forastero el gobierno. Pero este extraño no se apellidaba San Martín ni era Bolívar. Era un hombre que había eludido impuestos en 34 operaciones inmobiliarias consecutivas y que no había explicado el destino de siete millones de dólares de los fondos de la Universidad Agraria, donde él había sido rector. Su nombre era Alberto Fujimori.
No importaba lo que había hecho ni importaría lo que hiciera: le dimos un cheque en blanco. Y una vez cumplida la tarea de normalizar la economía y descabezar a la cúpula del terror, Fujimori secuestró el país y montó el gobierno más corrupto de nuestra historia. Su política de tierra arrasada, instituciones abolidas, contrapesos comprados o borrados, pudrición de la justicia, burdelización del Congreso, lo convirtió en el caudillo que el
lumpen-electorado deseaba hace tiempo. Los hermanos Gutiérrez se habían encamado en un solo hombre. Había un dejo del altiplánico Melgarejo en ese hombre que compraba congresistas cuando lo creía necesario y que tenía como socio mayor a un exagente de la CIA, traficante de armas, protector de narcotraficantes y ladrón contumaz en cifras de seis ceros. Es a Fujimori a quien recuerdan con nostalgia los mismos que no pagan impuesto predial y viven en distritos que la sanidad pública debería declarar en emergencia. Es a su sucesora, heredera
de todas las taras de su padre, a quien adoran los taxistas sin ley y sin taxímetros, los empresarios de las licitaciones dudosas, los jueces cotizados en bolsa, los fiscales que recuerdan cariñosamente a Colán y Aljovín.
Diez años de Sendero. Diez años de fujimorismo. Una veintena de años de barbarie. ¿Puede un país salir ileso de semejante experiencia?
Acabamos con Sendero, felizmente. Pero seguimos con la agenda nacional contaminada por el fujimorismo. ¿Hasta cuándo?
Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE” N° 413, 21/09/2018 p12
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