14 de octubre de 2018

Elecciones y detención

César Hildebrandt

Las últimas elecciones han sonado a marcha fúne­bre para la partidocracia enferma del Perú.

¿El Apra? ¿El PPC? ¿Fuerza Popular? ¿La izquierda? Fantasmas, ruinas, de­sechos. Buuuu.

Sólo Acción Popular y Alianza para el Progreso salvaron los muebles y algo más.

Como se sabe, Acción Popular no es un partido de ideas ni de programas. Es una organización que se resume en aquello de “el Perú como doctrina” -lo que equivale al silen­cio mental y la huelga general de la sinapsis- y las dos veces que gober­nó lo hizo sin rumbo ni metas, con la aérea decisión de una hoja casti­gada por el viento. La primera vez terminó en Velasco. La segunda, en Alan García. Acción Popular fue la creación mesocrática del antiaprismo moderno y se arraigó en provin­cias rescatando positivamente, eso sí hay que reconocerlo, el legado co­munitario del trabajo rural.

Como también se sabe, Alianza para el Progreso es la marca perso­nal y adinerada del señor que fundó esa universidad que hoy exhibe a Beatriz Merino como si fuera “Ayudín”, con mandil y todo. Las “ideas” de Alianza para el Progreso equiva­len al cero absoluto, sus programas se adaptan a las cuatro estaciones (no las de Vivaldi) y sus principios, hechos con plastilina importada, se parecen a los de Groucho Marx.

De modo que podemos decir, a ciencia cierta, que la partidocracia tradicional o está muerta o hiber­na por tiempo indefinido. Y que lo que se impone en el Perú infeccioso de hoy es esta explosión de siglas provincianas, estos nacionalismos diminutos, estos parapetos de co­marca y clan. Es el resumen de un país que parece acometido por Jack el destripador, una nación trocea­da por la carencia de las grandes ideas unificadoras, por la ausencia de aquellos liderazgos capaces de producir una ilusión colectiva. No somos un país integrado. No que­remos serlo. El individualismo regional nos lo demuestra. La pequeñez nos vuelve a derrotar.

Y si Lima se libró de un sospecho­so de haber matado a un periodista, no creo que haya ganado mucho con ese discípulo de Perogrullo que es el señor Jorge Muñoz. Yo padezco al señor Muñoz porque trabajo en un cuarto piso de la calle Indepen­dencia, cuadra 2, mismísimo Miraflores. En noches de jueves, inexorablemente, un antro que funciona en la avenida 2 de Mayo, a pocos metros de la esquina con Indepen­dencia, malogra las noches de los pobres vecinos con sus fiestas de polvos rosados y decibelios de in­fierno vivo. ¿La civilización de Los Portales no alcan­za para reprimir el éxtasis noctámbu­lo que perturba a los demás? Para no hablar de las decenas de que­jas que a lo largo de estos años he recibido por correo de vecinos que­jándose de cosas parecidas, recor­daré solo uno de estos episodios: Muñoz, que parece un ciudadano israelí adoptado, se permitió hace poco censurar con sus serenos una pacífica demostración cultural de la embajada palestina en el parque Kennedy. Y lo hizo de la manera más grosera y prepotente. A mí, en­tonces, no me va a contar el cuen­to de su amor por la inclusión. Lo escuché decir en su noche triunfal: “Hay mucho que hacer, hermanos, como diría el poeta”. O sea que el tipo ni ha leído a Vallejo. La verdad es que Muñoz sa­lió sorteado en la rifa “A quién apo­yamos” realizada por la Corporación Mediática (con sede original en jirón Huatica). Y eso explica gran­demente el “mila­gro” de su haza­ña electoral. Que Lima no espere grandes cambios con este enmasca­rado que funge de llanero solitario y que no es capaz de nombrar a Al­berto Andrade, su verdadero papi partidario, a la hora de los agrade­cimientos.

Pero tras las elecciones, vino lo de la señora Keiko y el mundo cam­bió. Bueno, no el mundo. Nuestro breve mundo de partes policiales, fiscales con síntomas de TOC y jue­ces urgidos de algún Emmy.

¿Es justa la detención de la señora Fujimori? La resolución judicial es sólida y no deja dudas respecto a lo fundamental: Fuerza Popular urdió una maraña de donaciones impu­tadas, tercerías imaginarias y frac­cionamientos encubridores para “legitimar” dinero sucio. Uno de los grandes proveedores de ese capital que se quiso disimular fue Odebrecht. Por lo tanto, hablar de persecución política, golpe de Estado, mar­tirologio, y casi citar el precedente de Juana de Arco, es una dramatización de tercera que la lideresa ha ordenado difundir. Los que defen­dieron al juez Concepción Carhuancho porque se atrevió con los Hu­mala no pueden decir ahora que se trata de un magistrado corrompido por la política. Y los que defienden a Chávarry en el Congreso no tienen ningún derecho a cuestionar al fiscal Pérez porque ha osado entrar al núcleo duro de una financiación mañosa organizada con la meta de blanquear dinero.

No es odio. Es un elemental senti­do del orden. Es lo que Isaiah Berlín llama “un mínimo de decencia” como garantía de la paz entre las gentes.

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 416, 12/10/2018 p12


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