17 de febrero de 2019

Reflexiones sobre la prensa

César Hildebrandt

El periodismo peruano fue fundado por los cronistas de la  conquista. Me refiero a aquellos cronistas que relataron, con todas las dificultades imaginables, los sucesos que terminarían con el hundimiento precoz y sanguinario del imperio de los Incas.

Ahora bien, muchos de esos cronistas, no se limitaron a relatar hechos, a descri­bir procesos y a elogiar conversiones. Muchos de ellos inventaron hechos, imagina­ron procesos y llamaron conversiones a la imposición violenta de una cultura y unas creencias que, vistas con objetividad, incu­rrían en tantas supersticiones como aque­llas que España se empeñó en extirpar en estas tierras.

Muchos cronistas fueron, entonces y para decirlo con lenguaje familiar, perio­distas fabuladores y amarillentos, remotos ascendientes de la chicha contemporánea; tatarabuelos de los tatarabuelos de esos periodistas que, hoy mismo, son capaces de llamar bizcocho al pan y agua al vino.

Aquellos cronistas que vieron animales monstruosos donde sólo había parajes nue­vos y aguas sin desentrañar, aquellos que inventaron mitos como el de las Amazonas y leyendas como la ciudad del oro siempre inaccesible, lo hicieron, sin embargo, con más candidez que perversidad, con más irresponsabilidad histórica que apetitos a los que obedecer. Pero lo hicieron y fundaron así un género ambiguo, mezcla de historia, relato de actualidad, compendio de mentiras, almacén de inverosimilitudes y registro oral de testimonios verdaderos.

En el Perú del Tawantinsuyo no había libros porque no había escritura. En el Perú de los españoles dominadores los libros, sencillamente, se prohibían. En toda la América virreinal la Inquisición prohibió la lectura y creación de novelas, con lo que la primera novela de esta parte del mundo data de 1816, ya en pleno proceso de eman­cipación, y corresponde al mexicano José Fernández de Lizardi. Estoy convencido de que Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar o José Lezama Lima se vengaron largamente de esa cuarentena novelesca conquistando España con sus libros y su vitalidad creadora. Lo hicieron quinientos años después, es cierto, pero, de algún modo, nos reivindicaron.

Si la novela es un producto tardío en esta América, el periodismo, en cambio, es elaboración que se remonta al siglo die­ciséis. Y el Perú es uno de los países con linaje más antiguo en este menester. En efecto, la primera Relación -relato seco y casi notarial de algún hecho- impresa en el Perú virreinal data del año 1584 y se llamó “Pragmática sobre los diez días del año”. Esta hoja, que todavía puede verse en la Biblioteca Nacional de Lima, da cuenta del nuevo Calendario Gregoriano y fue impre­sa en la imprenta que el italiano Antonio Ricciardi instaló en Lima en el año de 1580.

El historiador del periodismo Lewis Bull considera que Lima se anticipó a Europa en la fabricación de las Relaciones, germen del periodismo, pero Alejandro Miró Quesada Garland sostuvo siempre que antes que aquella relación sobre el calendario gregoriano está la relación impresa en Sevilla en 1577 y que trata del viaje a esa ciudad andaluza del rey Fernando.

De cualquier modo, fuimos, junto a Mé­xico, el centro fundacional del periodismo latinoamericano.

Nuestro primer Noticiario -descripción de hechos variados en una sola publica­ción- data de 1618 y contenía noticias ve­nidas de Roma, llegadas a Sevilla, y repro­ducidas en Lima.

Y el primer Diario de Lima, así llamado, circuló restringidamente, hecho a mano, desde 1629 a 1634 y es, junto a Nuevas de Castilla, de 1621, antecedente ilustre de nuestro quehacer. No puedo dejar de de­cir que el único ejemplar de La Gaceta
de Lima, el primer periódico propiamente di­cho del Perú, no está en nuestra Biblioteca Nacional sino en la Biblioteca Nacional de Chile, llevado por la soldadesca de nuestro vecino junto a millares de libros de incalcu­lable valor que todavía no se han devuelto. Debemos decir, además, que esta Gazeta, que tenía vocación periodística evidente y enumeraba hechos como la salida y entrada de los barcos del puerto de Lima, fue la primera de América, lo que hizo del Perú el país fundador de lo que podría llamarse el periodismo formal en esta parte del mun­do. Con este linaje, con este pasado, ¿por qué estamos como estamos?

Vivimos una mala época. Vivimos un momento histórico en que la mayor parte de la prensa es parte del problema y no de la solución. Y no sólo aquí, sino en muchas partes del mundo.

La gran prensa parece comprometida con un nuevo pacto universal: las leyes del mercado no se deben discutir, el neoliberalismo sin compasión no se debe discutir, la hegemonía de una sola potencia no se debe ¡discutir.

Lo que antes era una propuesta de los ri­cos para que nada cambiara pretende pasar hoy por receta mundial y panacea cósmica.

Los que antes juraban que el mundo po­día ser mejor si hubiera más humanismo y más justicia, hoy llaman idiotas a quienes no piensan como ellos.

Ahora resulta que hay gente que insis­te en que la historia ha terminado, que el neoliberalismo es la máxima creación del cerebro humano y que las invasiones y brutalidades del imperio son injerencias democráticas, excursiones civilizadoras y masacres pedagógicas hechas en nombre de Dios.

Bueno, Sartre, el brillante Sartre, también pensó que el marxismo era la filosofía, insuperable de su época y miren en qué acabó el mar­xismo: Boris Yeltsin, más borracho que una cuba, celebrando la ex­tinción de su país.

Sucederá lo mismo esta vez. Pero sucederá a pesar de la gran prensa, compro­metida hasta el tuétano con los intereses corporativos mundiales, vendedora de conformismo, cobra que quiere hipnoti­zarnos y hacemos creer que los pobres son una realidad irremediable, que el Estado debe empequeñecerse hasta casi desapa­recer, que el TLC con los Estados Unidos es magnífico para todos y que libertad y mercado son socios de la misma aventura posmoderna.

La gran prensa no tiene ahora otra responsabilidad social que la apuesta corpora­tiva por el statu quo. Esa perspectiva dic­ta sus coberturas, maneja sus editoriales, califica a sus colaboradores y aconseja sus silencios.

La gran prensa ha llegado a la conclu­sión interesada de que el mundo, en esen­cia, está mejor que nunca y que sólo merece, acaso, ciertos retoques. Es por eso que sólo hace cuestionamientos secundarios, anecdóticos y banales sobre el sistema eco­nómico que ancla a los pobres en su pobre­za. La gran prensa, en suma, es parte del sistema mundial de dominación.

La gran prensa está en eso de que la búsqueda ha terminado. Es una prensa que se ha hecho parte del poder. Es el pesebre que terminó en el Osservatore Romano, la pregunta que dejó de interrogar, el cuestionamiento que derivó en silencio.

Será la sociedad, entonces, la que deberá exigirle a la prensa que ayer le servía; que vuelva a sus orígenes, a sus deberes intrínsecos. La gran prensa ha roto su pacto; con el interés público y se ha sometido a las exigencias homogenizadoras del sistema. 

George Orwell dijo que la libertad consiste en el derecho de decir a los demás lo que no quieren oír. Serán los consumidores los que tengan que decirle a la prensa el tamaño de sus omisiones. Porque muchos hablan de la crisis universal de la prensa. Pero lo que no dicen es que esa crisis es,  fundamentalmente, una crisis de conteni­dos y un resultado de sucesivas y crecientes cobardías. La prensa no está condenada a desaparecer. Desaparecerá la que insista en olvidar a Émile Zola. 

Fuente:  HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 432, 15/02/2019  p.8

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