15 de diciembre de 2019

Prensa y país

César Hildebrandt

¿Qué quedará de la prensa actual? Poco. Muy poco. Poquito. ¡Tantas anécdotas! ¡Tantos fis­cales! ¡Tan pocas ideas! ¡Tantos expedientes anillados!

La prensa peruana ha dejado de escribir. Ahora, por lo general, redacta memos llenos de legaña judicial y baba abogadil, gomina y caspa.

Los otrosíes están matando a la pren­sa. Los colaboradores eficaces nos han apuñalado.

No es culpa de la prensa solamente. Es el país el que se ha convertido en esta tempestad de juicios y alegatos.

Es la corrupción, al fin y al cabo, la culpable. Son los presidentes rateros y metamemoriosos a la mala los responsables.

Por la corrupción es que la prensa hace su agenda en los pasadizos del ministerio público, en las salas de los letrados, en la cocina de la policía especializada en delitos “de alta complejidad”. Me da risa. Como si robar no fuera lo más sencillo del mundo.

Recuerdo que hace muchos años, en el “Correo” de Mario Castro Arenas, el jefe de la sección policial era el legenda­rio Emilio Bobbio, un tipo tranquilo que despachaba con el jefe de la Policía de Investigaciones y que apenas abría la boca cuando daba órdenes. Bobbio sería hoy director y tendría una corte de operadores desplazados en todos los escenarios del crimen. Su sección ha hecho metástasis.

El problema es que el periodismo car­gado de jerga procesal y documentado con transcripciones oficiales tiende a quedarse.

Y eso es porque la corrupción en el Perú no es una enfermedad sino una segunda naturaleza.

¿No lo han visto?

La corrupción cambia de nombres, se metamorfosea, se camaleoniza y sigue allí, invicta como una bacteria antes de la penicilina.

¿Fracasa Chávarry pasajeramente?

Pues allí está Tomás Aladino Gálvez haciendo de las suyas.

¿Descubren nuevas y aplastantes pruebas en contra de la jefa de la orga­nización Fuerza Popular?

Pues allí está el Tribunal Constitucional que libera a la receptora del dinero sudo de Romero Paoletti.

¿El fujimorismo teme no meter a su gente en el próximo Congreso?

Pues allí está Solidari­dad Nacional para servirle de seudónimo.

Y los cuellos blancos del puente y la alameda. Y el pútrido CNM, dentro de poco reemplazado por la ya maloliente JNJ: siglas del cachondeo. Y, encima, la avaricia de los delincuentes de Odebrecht a la hora de descifrar los codinomes.

La corrupción en el Perú es invencible.

Viene de lejos. Viene de dentro. Es multidrogorresistente. La arrastramos, con alguna tregua, durante el siglo XIX.

La quintaesenciamos en el XX. Y vino Fujimori, el japonés encubierto, y la convirtió en obra de arte, en himno nacional y refundación patria. La extendió de arriba abajo, de izquierda a derecha, de norte a sur, de este a oeste. La mugre fue, con él, la rosa de los vientos.

Esas son las pestes que hoy nos arrin­conan.

Por eso a veces pienso que odiar al Perú, el país que amo y que habrá de matarme, es una necesidad enloquecedora, un desahogo, una terapia, un modo re­torcidamente contradictorio de subsistir.

Y es cierto. A veces odio al Perú. Me parece un país despreciable.

¿Pero hay países despreciables? ¿No esa una neurótica exageración?

No lo sé. ¿La Sudáfrica que encarceló a Mandela no era despreciable? ¿La Cuba de los casinos, los burdeles y las mafias estadounidenses no era despreciable?

¿No fue despreciable el reino belga de Leopoldo II? ¿No habrían sido despreciables los Estados Unidos de América si el sur hubiese ganado la guerra civil?

Pero todas estas preguntas aluden a episodios, segmentos de la historia, periodos. No implican verdades inmóviles ni condenas eternas.

No hay países despreciables, entonces. Hay historias despreciables.

¿La nuestra es una historia despreciable? No lo es desde la perspectiva popular. Sí lo es desde el ángulo de la clase dominante. El pueblo peruano ha vivido sometido al saqueo y el abuso. La clase dominante no pudo crear un proyecto nacional, un propósito que involucrara a todos, un norte que cautivara a prójimos e iguales. No había prójimos en una sociedad fundada en el desprecio. No pudo haber iguales en un país donde las jerarquías sociales procedían del robo y la usurpación.

Le agradezco a Dionisio Romero Paoletti haber contado lo de los millones en los maletines y habernos revelado y hasta qué punto Keiko Fujimori era tan amoral como el padre que la convirtió en primera dama. Muchas gracias don Dionisio.

Odio el país que usted representa, que su clase encarna, que su prensa sirve. Eso, sin embargo, no me hace feliz. porque, tantos años después, el Perú sigue siendo un prefacio, un proyecto nublado, el gran sueño que se está yendo a la mierda frente a nuestras narices. Qué tristeza.

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N°472  13/12/2019 p12  

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