23 de febrero de 2020

Antauro y el paredón

César Hildebrandt

Antauro Humala ama la muerte. La muerte de otros, claro.

Dice que sueña con ver a su hermano Ollanta ante un paredón, con los ojos vendados, musitando un perdón inútil, con las piernas tembleques y el pulso a mil por hora.

Le excita a Antauro la idea de un magno tribunal popular en el que un Robespierre con poncho y chullo decida, sumariamente, quiénes sobreviven al juicio de la historia y quiénes deben ser pasados por las armas.

¿Cuáles serían los criterios de esa criba?

Todos los que tengan que ver con lo que, vagamente, Antauro califica como “traición a la patria”.

La patria, para el antaurismo, es una señora santa, una estampita, una mater admirabilis. Ese mito antihistórico merece, por supuesto, el flagelo de la muerte si alguien osa ensuciarlo.

Esto quiere decir que Antauro Humala está completamente loco. Como todos sabemos, la patria en la que amanecemos cada día es tan pura como un pantano, tan santa como una copetinera de Tijuana y tan admirable como un zorrino haciendo uso de su retrotalento. La historia de esta querida patria que nos tocó en suerte podría haber sido una novela de Mario Puzo, un cuento de Poe, un capítulo de Vázquez Montalbán relatándonos alguna aventura de Pepe Carvalho. Si Jorge Basadre hubiese sido totalmente sincero, habría escrito su Historia de la República con la nariz tapada y un bacín al costado.

Aquí, en esta patria nuestra, la traición es intrínseca y los traidores siempre fueron perdonados. Desde el primer Riva Agüero hasta el penúltimo Iglesias, pasando por el Prado ancestral. No sólo perdonados: reivindicados, ensalzados, premiados por nuestra vocación por la amnesia.

¿De qué patria habla entonces Antauro Humala? De la que su delirio ha construido: una patria basada en la visión angélica de Andrés Avelino Cáceres y la utopía deleznable del Tahuantinsuyo. Cáceres, en efecto, fue el héroe de la resistencia ante la ocupación del invasor chileno pero, cuando ascendió al gobierno, se alió con la clase dominante y pasó a la historia como un autócrata que quiso perpetuarse a través de un testaferro. Y el racismo inverso de las razas cobrizas no merece, a estas alturas del siglo XXI, mayor discusión. Lo macizo es que la teocracia inca, con sus muchos méritos al lado de las masacres perpetradas y los sacrificios hu­manos, no puede ser invocada como modelo a seguir. Excepto que uno se crea reencarnación de Pachacútec y ya sabemos que esa delusión narcisista puede terminar pasando por la caja de Odebrecht.

Antauro Humala imagina un gobierno del terror con él haciendo de emperador mongol. Y cree que esa promesa sanguinaria es un gesto viril, un anuncio de refundación, una epifanía coral de justicia. Machazo se siente Antauro anunciando la muerte. Como si la muerte fuese novedad en este país de revoluciones militares que desangraron los primeros 50 años de la república. Como si la muerte fuese primicia en este país de dictaduras violen­tas. Como si la muerte no nos fuera carnalmente familiar después de 1932, Odría, Sendero, el MRTA y la reacción fascista de nuestros militares.

A ver: que el antaurismo se presente en Huamanga y proponga un gobierno de paredones y juicios sumarios. Lloverán piedras sobre esos emisarios. Y hasta podrían caer uchurajayes. La pobreza rural fue la que más pagó, en sangre y patrimonio, la tesis khmer rouge de alias Presidente Gonzalo.

El verbalismo armagedónico de Antauro Humala es eso: el discurso de un demagogo que apuesta al crimen como un atajo de cómic hacia Palacio de Gobierno. Don Antauro cree que el miedo lo con­vertirá en Pancho Villa. Pero para aspirar a ser Pancho Villa tendría que haber convertido su vulgar y mortal asalto andahuailino en el comienzo de una revolución agrarista. Y para eso tendría que haber servido a un jefe como Francisco Madero y no a un churrupaco de espíritu como su hermanito. Qué familia.

Fuente: Tomado de HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 480 p12

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