Cuando en marzo del 2018, presionado por varias denuncias de corrupción, Pedro Pablo Kuczynzki (PPK) renunció a la Presidencia de la República, la clase política gobernante y los grupos de poder económico pensaron que colocando como sucesor al entonces vicepresidente Martín Vizcarra sorteaban la crisis y aseguraban la continuidad del régimen neoliberal. Los hechos han demostrado lo equivocados que estuvieron; la fuerza de las mafias enquistadas en el Congreso, el impacto de la pandemia y la mediocridad del presidente y su entorno han abierto una nueva temporada de esta crisis política irresuelta.
Justamente, mientras el Perú vive una de las mayores tragedias en su historia a causa del coronavirus y el abandono estatal, la semana pasada el Congreso y el Ejecutivo protagonizaron una nueva confrontación. En menos de 48 horas, la investigación parlamentaria sobre irregularidades en la contratación del exasesor Richard Cisneros determinó malos manejos presidenciales y ello devino en la aprobación de una moción de vacancia presidencial. El viernes 18 de setiembre Martín Vizcarra deberá presentarse ante el Parlamento a exponer su defensa y, aunque la actuación del presidente del Congreso llamando a militares para concretar la movida ha restado apoyo a la moción, la crisis sigue abierta. Vale entonces analizar cómo impacta este episodio en la ya golpeada gobernabilidad neoliberal, qué se juega en el Congreso de la República de cara a las elecciones del 2021 y qué escenarios se delinean como salidas a esta inestabilidad latente.
Pandemia y neoliberalismo; auge y caída de Martín Vizcarra
En Perú, las denuncias del caso Lavajato detonaron una grave crisis política signada por la corrupción y los malos manejos del aparato público, que golpeó fuertemente al régimen neoliberal impuesto por Fujimori en 1992 y continuado por los sucesivos gobiernos democráticos. Alertando de la situación, tras la renuncia de PPK agrupaciones de la izquierda como el Nuevo Perú y el Frente Amplio demandaron la convocatoria de nuevas elecciones generales y avanzar hacia una nueva Constitución, pues la Carta del ’93 estaba sumamente deslegitimada. Pero los grupos de poder apostaron por la continuidad, colocando como presidente a Martín Vizcarra… y en ese momento no les fue mal con dicha decisión.
Mientras el Poder Legislativo y el Judicial colapsaban imbuidos en sendas denuncias e investigaciones, Vizcarra mantenía la institución presidencial prácticamente como el único pilar del decadente régimen. Ante una ciudadanía hastiada de la clase política enquistada en el Estado, Vizcarra se mostraba firme y comprometido en la lucha contra la corrupción, capitalizando bien los exabruptos de la mayoría parlamentaria fujiaprista y sus operadores en el sistema de Justicia. A pocos meses de asumir el mando, convocó un referéndum para reformar cuatro capítulos de la Constitución, incluyendo uno referido a la no reelección de congresistas. Posteriormente, la disolución del Congreso en octubre del 2019 ante maniobras delictivas por parte de la mayoría fujimorista, fortaleció el respaldo ciudadano. En el mes de febrero la aprobación presidencial rozaba el 65% y si bien su círculo de gobierno siempre fue bastante deslucido, diversos opinólogos coincidían en presagiar una buena gestión que le permitiría entregar sin problemas el poder el 28 de julio del 2021, endosar parte de su popularidad a algún centrista republicano -como Salvador del Solar- e incluso proyectarse como candidato presidencial el 2026.
Pero en marzo del 2020 llegó el coronavirus a develar las carencias de un país que, pese al crecimiento sostenido del PIB no fue capaz de asegurar la vida de sus ciudadanos. El Gobierno de Vizcarra debió enfrentar la pandemia con un sistema de salud colapsado y una población mayoritariamente en la informalidad, lo cual hacía difícil garantizar medidas como la cuarentena. Junto a este pasivo de abandono estatal producto de décadas de neoliberalismo, las decisiones del mismo Vizcarra agravaron la tragedia. Por ejemplo, el alineamiento presidencial con el gremio empresarial de la CONFIEP llevó a una caótica reapertura de la economía que incrementó la curva de contagios y muertes. También, la negativa del Ministerio de Economía de entregar un ingreso básico universal impidió que mucha más gente pudiera quedarse en casa, y la sumisión del Ejecutivo al sector privado terminó avalando el lucro de clínicas y farmacias a costa de la salud de los peruanos. Este pésimo manejo de la pandemia alejó al presidente de la ciudadanía y el 11 de setiembre, cuando el Congreso denunció los malos manejos presidenciales en la contratación de Richard Cisneros, la popularidad del presidente estaba en caída. Hoy, los audios con las denuncias exponen a un presidente rodeado de un entorno mediocre, negociando testimonios y manipulando funcionarios. Proceda o no la vacancia, Martín Vizcarra hoy es uno más del montón de políticos que usan el Estado para sus fines particulares; el presidente firme en la lucha contra la corrupción es cosa del pasado y, probablemente, también lo sea el régimen del ’92.
El Parlamento nacional o la descomposición de la política
Mientras el Poder Legislativo y el Judicial colapsaban imbuidos en sendas denuncias e investigaciones, Vizcarra mantenía la institución presidencial prácticamente como el único pilar del decadente régimen. Ante una ciudadanía hastiada de la clase política enquistada en el Estado, Vizcarra se mostraba firme y comprometido en la lucha contra la corrupción, capitalizando bien los exabruptos de la mayoría parlamentaria fujiaprista y sus operadores en el sistema de Justicia. A pocos meses de asumir el mando, convocó un referéndum para reformar cuatro capítulos de la Constitución, incluyendo uno referido a la no reelección de congresistas. Posteriormente, la disolución del Congreso en octubre del 2019 ante maniobras delictivas por parte de la mayoría fujimorista, fortaleció el respaldo ciudadano. En el mes de febrero la aprobación presidencial rozaba el 65% y si bien su círculo de gobierno siempre fue bastante deslucido, diversos opinólogos coincidían en presagiar una buena gestión que le permitiría entregar sin problemas el poder el 28 de julio del 2021, endosar parte de su popularidad a algún centrista republicano -como Salvador del Solar- e incluso proyectarse como candidato presidencial el 2026.
Pero en marzo del 2020 llegó el coronavirus a develar las carencias de un país que, pese al crecimiento sostenido del PIB no fue capaz de asegurar la vida de sus ciudadanos. El Gobierno de Vizcarra debió enfrentar la pandemia con un sistema de salud colapsado y una población mayoritariamente en la informalidad, lo cual hacía difícil garantizar medidas como la cuarentena. Junto a este pasivo de abandono estatal producto de décadas de neoliberalismo, las decisiones del mismo Vizcarra agravaron la tragedia. Por ejemplo, el alineamiento presidencial con el gremio empresarial de la CONFIEP llevó a una caótica reapertura de la economía que incrementó la curva de contagios y muertes. También, la negativa del Ministerio de Economía de entregar un ingreso básico universal impidió que mucha más gente pudiera quedarse en casa, y la sumisión del Ejecutivo al sector privado terminó avalando el lucro de clínicas y farmacias a costa de la salud de los peruanos. Este pésimo manejo de la pandemia alejó al presidente de la ciudadanía y el 11 de setiembre, cuando el Congreso denunció los malos manejos presidenciales en la contratación de Richard Cisneros, la popularidad del presidente estaba en caída. Hoy, los audios con las denuncias exponen a un presidente rodeado de un entorno mediocre, negociando testimonios y manipulando funcionarios. Proceda o no la vacancia, Martín Vizcarra hoy es uno más del montón de políticos que usan el Estado para sus fines particulares; el presidente firme en la lucha contra la corrupción es cosa del pasado y, probablemente, también lo sea el régimen del ’92.
El Parlamento nacional o la descomposición de la política
Tras la disolución del Congreso en enero del 2020, los peruanos elegimos congresistas que debían culminar el mandato del anterior y entregar el cargo en julio del 2021 sin posibilidad de reelección. En este nuevo Parlamento predominan pequeñas bancadas más vinculadas a personalidades y grupos económicos que a proyectos partidarios, y mucho menos ideológicos. Se cuentan PODEMOS Perú y Alianza Para el Progreso (APP) como las bancadas de las universidades privadas, Acción Popular con diversos intereses regionales o Unión por el Perú (UPP) como vehículo del etnocacerismo. Destacan también personajes con intereses particulares cuyas aspiraciones políticas pueden verse frenadas por su prontuario delictivo, como es el caso del congresista y voceado candidato presidencial Daniel Urresti -procesado por asesinato- o el excontralor Edgard Alarcón -vinculado a delitos de corrupción-.
En medio de la situación de emergencia, este Congreso fragmentado y dominado por intereses privados y personajes cuestionados, empezó a confrontar con el Ejecutivo aludiendo un cuestionable manejo económico, pero también imponiendo sus intereses corporativos al incluir temas como el rechazo a la supervisión estatal de universidades privadas. La negativa a otorgar el voto de confianza al premier Cateriano por parte del pleno de Congreso intensificó la tensión Ejecutivo-Legislativo y forzó a Vizcarra a hacer cambios en su Gabinete. Asimismo, Vizcarra convocó a elecciones generales (presidente y nuevo Parlamento) para el 11 de abril del 2021, silenciando rumores de que pretendía aplazarlas por la pandemia. Lo que correspondía al Congreso era legislar sobre las reglas electorales para el 2021, incluyendo normas que prohíben la participación de candidatos con sentencia judicial en primera instancia, la reelección parlamentaria o el financiamiento electoral.
En esa línea, la difusión de los audios presidenciales y el consecuente pedido de vacancia, escalaron la tensión del Legislativo con Vizcarra más allá de escaramuzas legislativas. Básicamente guiados por el cálculo electoral y el afán de proteger la impunidad de sus negocios e intereses, un grupo de congresistas logró aprobar la moción de vacancia y convocó al presidente a exponer su defensa la siguiente semana. Por su parte, Martín Vizcarra anunció que no renunciaría y presentaría una demanda competencial al Tribunal Constitucional para demostrar lo improcedente de la medida. En medio de ese escenario, ya enrarecido, el sábado se hicieron públicas las llamadas del presidente del Congreso, Mariano Merino (de la bancada Acción Popular), a los mandos militares sondeando el apoyo a su eventual toma de mando ante la salida de Vizcarra. Esta grotesca maniobra que delataba un afán golpista, fue rechazada por los principales líderes políticos y la ciudadanía, restando respaldo a la posibilidad de una vacancia.
Proceda o no el intento de vacancia, ha quedado demostrado que este Congreso es la continuidad del Congreso disuelto el 2019 dada la concurrencia de intereses subalternos, mafiosos y delictivos que no dudan en ocupar la representación parlamentaria para legislar a su favor y utilizar la institucionalidad según sus propios cálculos ajenos a las necesidades de la gente. Una mayoría de congresistas que expresan la descomposición de la política peruana y su incapacidad de desplegarse como actividad transformadora capaz de, mínimamente, responder a un proyecto de nación. Asistimos así a una temporada más de una crisis muy profunda, que se nutre de la viciada institucionalidad impuesta en 1992 y es cada vez más difícil de sobrellevar sin realizar cambios de fondo.
Posibles salidas: la calle ausente y la vía electoral
Mientras ocupamos el triste récord de país con mayor letalidad en el mundo con más de sesenta mil muertos en siete meses a causa de la pandemia y la pobreza golpea con fuerza a cada vez más familias, el último episodio de la crisis política causa indignación y rechazo en la ciudadanía. Es la constatación de la podredumbre de la clase política y la develación de un lamentable escenario donde tanto el presidente, en complicidad con sus asesores negociando favores y regalías, como el Congreso con su voracidad de poder e impunidad, disputan el botín del Estado a espaldas del pueblo y la tragedia que vive. El malestar y la desafección se imponen, a la par que poderes fácticos como los militares cobran relevancia y los grupos de poder económico, como la CONFIEP, guardan silencio esperando se calmen las aguas para volver a imponerse.
Todo esto revela que la crisis política que gatilló el escándalo de Lavajato sigue latente. Y las salidas para su resolución hoy no son muchas. Una posibilidad es el estallido; harta de toda esta corrupción, componenda e incapacidad, la gente sale a las calles y exige cambios. Pero si algo no ha habido en esta prolongada crisis política es una respuesta de movilización popular en las calles. Golpeada por un largo conflicto armado interno, años de cooptación fujimorista, la fragmentación alentada por el neoliberalismo y el peso de la pandemia, la sociedad peruana no ha articulado una movilización politizada y destituyente, por lo menos no por ahora. La otra salida es la electoral; la crisis se dirimirá para algún lado en las elecciones de abril del 2021 y está en disputa hacia dónde. Las fuerzas de derecha harán lo posible por oxigenar el sistema, aunque ello implique prometer “cambiar todo para que nada cambie”, buscando colocar piezas de recambio como Forsyth o Guzmán. De otro lado, las fuerzas políticas de izquierda y progresistas que pretendan disputar con éxito gobierno y poder deberán articular un bloque histórico popular potente junto a un liderazgo fuerte, que enfrente la maquinaria de poderes y mafias que buscarán impedir que gane una opción capaz de realizar cambios de fondo, incluyendo avanzar hacia una nueva Constitución.
Con un Congreso tomado por las mafias y un presidente deslegitimado, muy probablemente la política se encauzará cada vez más a lo electoral y vendrán nuevos episodios de crisis. Pero conviene recordar que las crisis también abren oportunidades. Pese a la tragedia –y la farsa- estamos ante la posibilidad de cerrar un ciclo de captura de poderes del Estado, corruptela y saqueo impuesto por élites políticas y económicas que se beneficiaron de los recursos a costa de dejar a las mayorías en la desprotección. El régimen neoliberal y su decadente sistema político está moribundo y puede ser momento de enterrarlos; más aún, a puertas del bicentenario, no solo es posible clausurar ese ciclo sino también abrir otro, que refunde una nueva república cuya prioridad sea garantizar el bienestar y la dignidad de todos los peruanos y peruanas.
Anahí Durand Guevara. Candidata a doctora en Sociología por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Profesora de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM).Coordinadora de Relaciones internacionales del Movimiento Nuevo Perú. Se ha desempeñado como investigadora en diferentes proyectos relacionados a los temas de movimientos sociales, representación…
Todo esto revela que la crisis política que gatilló el escándalo de Lavajato sigue latente. Y las salidas para su resolución hoy no son muchas. Una posibilidad es el estallido; harta de toda esta corrupción, componenda e incapacidad, la gente sale a las calles y exige cambios. Pero si algo no ha habido en esta prolongada crisis política es una respuesta de movilización popular en las calles. Golpeada por un largo conflicto armado interno, años de cooptación fujimorista, la fragmentación alentada por el neoliberalismo y el peso de la pandemia, la sociedad peruana no ha articulado una movilización politizada y destituyente, por lo menos no por ahora. La otra salida es la electoral; la crisis se dirimirá para algún lado en las elecciones de abril del 2021 y está en disputa hacia dónde. Las fuerzas de derecha harán lo posible por oxigenar el sistema, aunque ello implique prometer “cambiar todo para que nada cambie”, buscando colocar piezas de recambio como Forsyth o Guzmán. De otro lado, las fuerzas políticas de izquierda y progresistas que pretendan disputar con éxito gobierno y poder deberán articular un bloque histórico popular potente junto a un liderazgo fuerte, que enfrente la maquinaria de poderes y mafias que buscarán impedir que gane una opción capaz de realizar cambios de fondo, incluyendo avanzar hacia una nueva Constitución.
Con un Congreso tomado por las mafias y un presidente deslegitimado, muy probablemente la política se encauzará cada vez más a lo electoral y vendrán nuevos episodios de crisis. Pero conviene recordar que las crisis también abren oportunidades. Pese a la tragedia –y la farsa- estamos ante la posibilidad de cerrar un ciclo de captura de poderes del Estado, corruptela y saqueo impuesto por élites políticas y económicas que se beneficiaron de los recursos a costa de dejar a las mayorías en la desprotección. El régimen neoliberal y su decadente sistema político está moribundo y puede ser momento de enterrarlos; más aún, a puertas del bicentenario, no solo es posible clausurar ese ciclo sino también abrir otro, que refunde una nueva república cuya prioridad sea garantizar el bienestar y la dignidad de todos los peruanos y peruanas.
Anahí Durand Guevara. Candidata a doctora en Sociología por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Profesora de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM).Coordinadora de Relaciones internacionales del Movimiento Nuevo Perú. Se ha desempeñado como investigadora en diferentes proyectos relacionados a los temas de movimientos sociales, representación…
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