Ronald GamarraSe han cumplido dos meses desde la intentona golpista de Pedro Castillo, su destitución inmediata, su reemplazo por su vicepresidenta Dina Boluarte, su pronta detención y su encierro junto a otro malandro. Sesenta días que tienen un amargo sabor a frustración y desorientación, pues con el nuevo gobierno el clima de crispación y enfrentamiento se ha profundizado a niveles tan peligrosos, sin precedentes cercanos, que directamente han sido percibidos ya no solo dentro del país sino también en el exterior, hasta el punto de que la democracia precaria y tambaleante que teníamos, pero democracia, al fin y al cabo, ha sido descalificada a la condición de régimen “híbrido” por sus crecientes características autoritarias y de violencia.
Ya no somos una democracia. Por primera vez nos reputan fuera del club de las democracias precarias en el cual habíamos militado, a veces penosamente, en los últimos veinte años. Pero estábamos en el círculo y nos movíamos en la misma rueda. Hoy nos han dicho ante el mundo, claramente, que hemos perdido la categoría, que bajamos a segunda división. En el balance hecho por la prestigiosa revista inglesa “The Economist” pesan las cuentas de las breves semanas de Dina Boluarte como los 16 meses de Pedro Castillo, la ineptitud y el patrimonialismo de un Congreso en el que priman los intereses de grupo, la falta de alternativas políticas viables para afrontar el caos político que se apoderó del país desde que a Keiko Fujimori le dio la pataleta de no aceptar su derrota del 2016 ante PPK y comenzó la cascada imparable de presidentes.
Este último capítulo de la insoluble crisis política que abre zanjas oscuras en el lomo del país, el episodio de Dina Boluarte, condensa de manera gráfica y descarnada el porqué de este enredo del cual parece que no tenemos salida a corto plazo. Y es que ahora, bajo el gobierno de Dina Boluarte (y Otárola) y el Congreso presidido por el general José Williams, se ha mostrado con una claridad nunca antes vista de qué modo y con cuánta fuerza predominan los intereses privados de los políticos, sus cálculos personales y egoístas, sus quincenas, por encima de toda posibilidad y necesidad de tomar decisiones políticas en función del bien común. Este concepto, el bien común, sencillamente le es ajeno a la clase política de casi todas las tendencias a uno y otro lado del tablero Y con qué descaro defienden y se sujetan a esos intereses de poder y dinero.
Angurria. Esa es la palabra que define a los políticos que hoy detentan las principales posiciones de poder en nuestro Perú. Por encima y antes que todo interés del país, de la nación, de las personas, están las conveniencias patrimoniales y de poder de las comadrejas que se aferran a sus cargos y posiciones con uñas y dientes y, sobre todo, con una desvergüenza desembozada que lo dice todo. Si alguien todavía podía dudarlo, resulta que no solo hemos estado gobernados por políticos incompetentes o negligentes, corruptos en diversa medida. No, la verdad es que, además de todo eso, estos tunantes son angurrientos de campeonato. Están allí, como la sanguijuela, para chuparnos toda la sangre posible y aún más si cabe. Son parásitos carísimos.
El país se está incendiando, está ardiendo, se está deshaciendo. Esta grave crisis reclama y exige, en consecuencia, una solución política. En una democracia, la salida a un conflicto de estas características es el adelanto de las elecciones generales. No hay vainas. Que el pueblo se pronuncie y arbitre, definiendo la contienda que los políticos son incapaces de resolver. Por eso no es extraño que este sea el desenredo reclamado por el 80% de la población peruana, a todo nivel social, según las encuestas. Tal proporción abrumadora indica que este remedio político es avalado por la gran mayoría de votantes de todas las tendencias de derecha, centro e izquierda. Es el desenlace razonable, legítimo, constitucional y justo.
Pero los políticos se niegan a resolver la crisis mediante la solución política natural que exige la hora, la calle y la historia. Lo que ellos quieren, y lo están haciendo, es tratar de superar la coyuntura de protestas y descontento con el garrote de una represión que ya ha cobrado más de 60 vidas y cientos de heridos. Y lo hacen porque únicamente tienen como norte de su angurrienta brújula quedarse a como dé lugar en sus posiciones de poder –y de negocios sucios– hasta el año 2026 con el argumento legalista de que han sido elegidos hasta ese tiempo. Guiados únicamente por la ambición, confunden la angurria con la realidad y creen que pueden durar impunemente tres años y medio más.
Están jugando con fuego en perjuicio del país, cuyo destino evidentemente les importa menos que un comino. En verdad, nada. Sin solución política democrática, no habrá posibilidad de gobierno viable. Eso deberían saberlo, es parte de lo más elemental de todo arte político democrático. En su temeridad de angurrientos, prefieren arriesgar los pocos activos del país antes que perder la mamadera. Y están dispuestos a meter bala, ya lo están haciendo, y justifican las muertes sin rubor. El camino represivo con el cual pretenden obviar la inevitable salida política es en realidad una ilusión que no puede durar mucho, un globo al cual se aferran y que puede reventar en cualquier momento. El problema es que el gran perjudicado será, como siempre, el país entero y su futuro.
Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 622 año 13, del 10/02/2023, p13
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