20 de septiembre de 2024

Perú: El fujimorismo está vivo

César Hildebrandt

Dicen que odiamos a Alberto Fujimori, que yace ahora cerca de la mujer a la que alguna vez encerró con soplete en una habitación de Palacio y a la que le negó la devolución de una suma de dinero usada en la campaña electoral.

Dicen que odiamos a Fujimori quienes tienen que odiar a su país y odiarse, en el fondo, a sí mismos para aplaudir póstumamente al hombre que arrasó con todo asomo de buena fe en la política peruana.

En todo caso, jamás odiamos a Fujimori: despreciamos lo que representaba y combatimos, cuando las papas quemaban, lo que hacía y fomentaba.  

Fujimori está muerto, pero el fujimorismo está vivo. Ya lo hemos dicho: es la infección recurrente del Perú.

El fujimorismo está vivo en el Congreso, que es el bufete omnipotente de las mafias de la economía ilegal y la mesa de partes de los grandes grupos económicos. Está vivísimo, como imitación, en los apetitos de aquellas siglas vacías que se presentan como partidos para ver si pescan algo (rentable) en las elecciones del 2026 (todo un homenaje al ancestral y milagroso Cambio 90). Colea el fujimorismo en el tráfico limeño –remoto legado de la anarquía decretada hace 32 años–, en la simpatía popular que despierta la vulgaridad y la mentira bien pensada, en la celebración masiva de la estupidez televisiva (herencia de la tele venérea que se inventó en los 90 para que la gente riera mientras perdía todos sus derechos, excepto el de la mendicidad). Late el fujimorismo en el acoso a las instituciones del poder electoral y es puro fujimorismo el Tribunal Constitucional salido de su colon descendente. Repta el fujimorismo en el nuevo intento de coparlo todo y habla el fujimorismo en boca del Defensor del Pueblo, creación bronquial del keikismo. Editorializa el fujimorismo en el columnismo tradicional y bosteza triunfalmente cuando Jaime de Althaus dice en “El Comercio” que si Fujimori se hubiese ido el año 2000 habría quedado como un gran presidente y habría vuelto, en olor de multitud, el 2005 “y ahora seríamos un país desarrollado”.

Grita el fujimorismo en Willax y nos amenaza cuando su maquinaria abogadil intenta –y quizá logre– que el Caso Cócteles vuelva a fojas cero por el peligro que supone que el empresariado sin escrúpulos sea expuesto en su calidad de abastecedor de fondos de Fuerza Popular.

El fujimorismo es el resumen de las taras peruanas, es la malicia que reunió en un puño las fuerzas más negativas, los talentos menos honrosos, las inclinaciones más temibles de nuestra idiosincrasia.

La primera de nuestras taras, como se ve a lo largo de la historia, es la propensión a perder la dignidad. El diagnóstico de González Prada describiéndonos como vasallos voluntarios de cuanto bárbaro nos mande el destino está vigentísimo y la percepción sobre nuestra debilidad de carácter, reseñada por San Martín, Bolívar y O’Higgins, podría hoy compartirse sin problemas.

Fujimori hizo de nuestros defectos su propia fortaleza.

Y lo que dejó fue un país tan roído por dentro, tan eviscerado, que da la sensación de estar resignado a vivir sin normas permanentes y a tolerar ser gobernado por gentuza.

Si aplaudes al hombre que permitió que se robara en cada compra militar y que encubrió al megaladrón que tenía como socio y consejero, pues entonces Pepe Luna te debe parecer un Churchill y Rosángella Barbarán una Pasionaria.

El Congreso del hampa que padecemos tiene el inocultable gen fujimorista: legisla a espaldas de los intereses que podrían ser  nacionales y se ha trazado como meta tener en sus manos las decisiones de fiscales y jueces. Los años 90 han vuelto y el fujimorismo sueña con reinstalarse. Las lágrimas de cocodrilo del entierro son el riego por goteo de una nueva Pampa Bonita (esta vez regentada por algún Chlimper).

Nunca odiamos a Fujimori de modo personal, aunque él sí nos odiaba –lo sabemos– hasta desearnos la muerte. Despreciamos lo que hizo y lo que permitió hacer con el país que entregó, amordazado y sometido al miedo, a la derecha insaciable.

Hoy esa derecha pretende desaparecer a quienes le son incómodos. Su prensa infame terruquea y caviariza a quienes resisten, del mismo modo que la prensa de los Wolfenson y el canal de los Winter vertieron lodo sobre los que éramos disonantes en los tiempos del coro y de la anuencia.

No estaríamos como estamos si Keiko Fujimori hubiese aceptado la derrota del 2016. Envalentonada por sus 73 congresistas, dijo que gobernaría desde el Congreso. Y lo hizo. Gobernó desde el Congreso mientras un viejo atontado se divertía en Palacio. Hoy Keiko gobierna al lado de Dina Boluarte y sostiene un régimen putrefacto que tiene 91 por ciento de rechazo en las encuestas. El fujimorismo está en el poder, pero no le basta: quiere ejercerlo como lo hizo el tácito japonés que hoy llaman “héroe”: con descaro, sin reproches, con insolencia, sin reparos. Como se hacía cuando el pobre diablo de Torres y Torres Lara inventó “la interpretación auténtica” del artículo constitucional que impedía la doble reelección.

El fujimorismo está vivo y allí está, como ejemplo, Fernando Rospigliosi empujando la ley que permita que sean cuatro y no cinco los votos requeridos en el TC para resolver demandas competenciales. Está vivo y apesta más que nunca. Como diría el buen Mariátegui: la lucha continúa.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 701 año 14, del 20/09/2024

https://www.hildebrandtensustrece.com/


No hay comentarios: