Juan Manuel RoblesEs claro que la derecha peruana se frota las manos cuando observa que, en el sur, el centro y el norte del continente, un candidato radical fascistoide gana las elecciones prometiendo a viva voz desmontar el aparato progresista y sus “amenazas” ideológicas. Son victorias estimulantes porque cada uno de ellos (Milei, Trump) se ríe de la superioridad moral de los socialdemócratas, caviares o afines, los ridiculiza con incorrección política mordaz y les saca la cruz cristiana con orgullo, caricaturizándolos de “wokes” y atacando en voz alta valores y conquistas que hace unos años parecían irrebatibles, enarbolando las banderas de la tradición, la patria, la familia. Visto desde tierras peruanas, esto luce muy divertido, e invita a soñar.
Por suerte, la oportunidad no parece tan sencilla de aprovechar para los conservas locales. Primero porque, por más que lo quieran, es y será muy difícil que se desmarquen de la coalición que gobierna hoy, cuya administración ha demostrado ineficiencia extrema en todos los niveles. El fujimorismo y sus aliados ya lo han notado. Procuran, en todas las tribunas posibles, hacer creer que Dina Boluarte es la continuidad del comunismo que llegó con el lápiz. “El gobierno de Castillo y Boluarte”, han empezado a enunciar, los muy caraduras, zafando cuerpo.
Pero lo cierto es que Dina Boluarte es el resultado de la imposición de la derecha luego del intento de golpe de Pedro Castillo. Esos mismos políticos que la persiguieron como parte de su arremetida contra el presidente (para que no quedara la opción de suplente en caso de vacarlo) y que tenían suficiente para procesarla (recordemos lo del Club Apurímac), luego le dieron luz verde y salvoconducto para gobernar. Por supuesto que no fue gratis. Ocurrió a cambio de libertad de acción y otras cosas de las que nos enteraremos luego. Como Castillo ya no importa, se olvida que la presidenta actual le juró públicamente lealtad; ella empezó a gobernar rompiendo aquella promesa y en esa decisión estuvo implícito un arreglo con los conspiradores (que, ojo, iban a dar un golpe contra Castillo cuando el presidente pisó el palito torpemente).
Dina Boluarte es la presidenta títere que permite hacer todo lo que ellos soñaban. Donde estuvo Aníbal Torres pasó a estar Alberto Otárola, perro guardián de sus intereses. Y esto es lo que las derechas no podrán quitarse de encima. Porque la ciudadanía rápidamente empieza a pensar: si una coalición de ideas afines tiene el poder total y con ese poder no logran mejorar el país, es que en realidad no tienen la menor idea de qué hacer. La otra posibilidad —que no actúen a propósito para no quemarse hasta el 2026— sería aún peor. Son políticos buscavidas que tienen tantos intereses propios por proteger que no les queda cabeza para gobernar con mínima sensatez.
¿Cuál de esos grupos puede lanzar a un leoncito bocazas para que se presente como el disruptor, el que cambie el panorama y reinstaure la ley y el orden, esas cosas con las que hoy la ciudadanía podría estar dispuesta a conectar?
Un Milei o un Trump en versión local puede existir de muchas formas, pero hay algo que no puede dejar de provocar: entusiasmo.
La derecha no parece tener con quién generar ese sentimiento. Tratarán con Keiko Fujimori, pero habrá que ver qué queda de ella ahora que papá es un cadáver. Tres derrotas desgastan a cualquiera. Por otro lado, la derecha quemó a su más notorio monstruo delirante (ese que nadie imaginaría que podría ganar pero gana). Rafael López Aliaga se convirtió en un alcalde errático e inútil, un mal gerente que nunca trajo las motos que prometió y ahora paga una millonada por trenes regalados, con cuarenta años de antigüedad. Lo de los trenes termina de desmentir la supuesta capacidad de empresario técnico del alcalde (gran mito de la derecha). Es un malabarista en descrédito, un improvisado, un criollo. Daba risa. Hoy da vergüenza.
Hay algo adicional que también es problemático para la cruzada entusiasta de la derecha: todos sus grupos afines demostraron una clamorosa ineptitud para cualquier intento por instaurar la “mano dura” y combatir la inseguridad. Con todo el poder a su favor, no hicieron la diferencia en estos años (ya hace rato gobiernan más tiempo que el que estuvo Castillo). Lo penoso para ellos es que los hechos revelan que la policía, si quiere, puede ser letal y muy organizada. La policía, totalmente sumisa al poder político controlado por la derecha, sabe usar las balas. Pero claro, eso solo ocurre si el enemigo son revoltosos, no delincuentes ni organizaciones criminales (por qué será).
Sin mucho por donde mirar, les queda Muñico o algún youtuber de esos que grita.
Y aunque no son tiempos de subestimar ni de decir “eso es imposible”, yo creo que, vistas las cosas, el candidato inesperado en el 2026 llegará de donde llega siempre: del sur y de la izquierda. Ya sabemos que esas izquierdas son a veces maleantes con banderas rojas como resultó ser Perú Libre, así que no hay que esperar algo necesariamente bueno. Pero el ánimo de cambio que puso a Castillo en la presidencia sigue allí, y es más grande que el ánimo de “restauración”. De todos modos, será divertido ver cómo, en ausencia del Milei o el Trump andino —con quien reírse de sus ocurrencias—, los noticieros empiezan a hablar del peligro enorme que significa el candidato comunista radical.
Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 710 año 15, del 22/11/2024
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