30 de diciembre de 2024

Quince años guerreando

Natalia Sobrevilla

El fin del Bicentenario le plantea a una de sus principales historiadoras un recorrido tanto intelectual como emocional

E​l 9 de diciembre, se conmemoran los doscientos años de la Batalla de Ayacucho, la que selló la libertad americana. Con este evento simbólico se cierra también un ciclo conmemorativo que ha durado un poco más de quince años.

Se puede encontrar muchos puntos de inicio para las guerras que llevaron a la creación de las repúblicas en América. Se podría decir que, en algún momento del siglo XVIII, las ideas de la Ilustración llevaron a que cambien las nociones sobre quién tiene derecho a gobernar y a cobrar impuestos.

También se podría pensar en la importancia de la revolución norteamericana, con su declaración de independencia de 1776. O en Túpac Amaru II, que inició un levantamiento antifiscal en nombre del rey y en contra del mal gobierno, pero que terminó convirtiéndose en la rebelión más importante en los Andes desde la derrota del primer Túpac Amaru.

También están quienes señalan como primer germen de la Independencia a la Revolución Francesa, que cortó cabezas de reyes y planteó la idea de los derechos del hombre y del ciudadano. O a la Revolución Haitiana, en la que los esclavizados se alzaron contra sus amos, dejando a la isla entera desprovista de blancos.

Todos estos fueron, sin duda, acontecimientos estelares, pero no fue hasta que Napoleón tomó prisionero al rey de España en 1808 cuando todos los territorios de la monarquía española se vieron ante la pregunta de dónde estaba la soberanía. Quienes respondieron que, ante la ausencia del rey, esta volvía al pueblo, se organizaron como Juntas autónomas y se enfrentaron con armas a quienes aún sentían fidelidad absoluta al monarca ausente.

Estas guerras se vivieron en todo el continente, desde los altiplanos cercanos al lago Titicaca, donde se enfrentaron los hombres enviados por la Junta de Buenos Aires contra los hombres del virrey en Lima, hasta junto al lago Maracaibo, donde pelearon los hombres que en Caracas declararon la República en 1811 contra quienes en esos mismos territorios no aceptaban su legitimidad y peleaban en defensa de los derechos del rey.

Por más de quince años, una generación entera de hombres tomó las armas, se vistió de uniforme y cabalgó de un lado al otro del continente dividida en dos bandos: los que tenían la idea de organizar repúblicas autónomas, y los que tenían la seguridad de que debían seguir ligados a la monarquía española de la cual se sentían parte.

Cuando las guerras napoleónicas terminaron, los veteranos viajaron a América a seguir peleando. El rey envió contingentes de oficiales curtidos en las campañas peninsulares para devolverle a la Corona los territorios que se habían declarado independientes, mientras que muchos de los ingleses, franceses y alemanes que se encontraban sin colocación se unieron a los ejércitos independentistas.

Fue así que en los campos de Junín y Ayacucho se encontraron hombres que habían luchado en Waterloo, en Marengo, que habían estado en la campaña rusa, o que habían combatido a las órdenes de Wellington en la península. Eran muchas las experiencias de vida a ambos lados del Atlántico.

La batalla final en Ayacucho se dio después de meses de marchas y contramarchas en las partes más inaccesibles de los Andes. Miles de soldados, a pie o a mula, atravesaron la inmensa cordillera una y otra vez llevando a sus caballos de las riendas porque solo se los montaba en batalla. Los seguían sus mujeres, las rabonas, que habían hecho esas mismas campañas extenuantes por muchos años y que, al igual que los hombres, estaban curtidas ante la altura, el cansancio y el hambre.

Se ha escrito mucho sobre esta batalla, sobre la campaña y sobre estas guerras. Yo misma he pasado años dedicada a su estudio, tengo incluso siete libros sobre el tema. Esto no habría sido posible sin el apoyo de tantos “compañeros, amigos y hermanos” con quienes he recorrido los campos de batalla, las bibliotecas, los congresos, y las universidades de ambos lados del Atlántico.

Nada hubiera sido posible sin estos colegas y compañeros de ruta, que hicieron posible entender, imaginar e intentar explicar qué fue lo que nos llevó a la creación de las naciones que hoy existen en América. El diálogo, las preguntas, las lecturas, la experiencia misma de los espacios ha hecho posible toda esta producción, junto a la generosidad de una serie de instituciones que creyeron en los diversos proyectos que presentamos y que nos apoyaron incondicionalmente.

Terminando el recorrido, con muchas “batallas” en mi haber, me siento como el virrey José de la Serna, que a sus 54 años —casi igual que mis 53— era uno de los hombres mayores en el campo. Miro hacia atrás y recorro en mi memoria los años de esfuerzo y las alegrías y oportunidades que me han traído.

Pienso también que ya es hora de “colgar las espadas” y de volver a otros temas. Hoy, mientras escribo estos párrafos, me preparo para mi gira final sobre el tema. El lunes 9 estaré en la Biblioteca del Congreso en Washington; el martes, en el Instituto Panamericano de Historia y Geografía en Ciudad de México. El miércoles, hablaré en Lima; y el jueves y viernes en el Cusco: broche de oro para un año de presentaciones que comenzó a fines de 2023 en Barcelona.

Sin embargo, una de las cosas que me hace más feliz a estas alturas ha sido la entrega de las correcciones finales del manuscrito que más me ha costado en la vida. Entregué la primera versión de este libro en agosto de 2019, más o menos cuando —doscientos años atrás— la expedición libertadora acechaba las costas peruanas. Gracias a los comentarios de los evaluadores lo reescribí casi completamente entre octubre de 2022 y enero de este año, casi el mismo tiempo en que la incipiente república peruana buscó infructuosamente hacerse independiente dos siglos atrás.

Este libro, que estudia al Ejército como la institución sobre la que se construyó la república peruana en el siglo XIX, se basa en más de 1.000 fojas de servicio de oficiales y suboficiales, muchos de ellos veteranos de estás guerras de Independencia.

Al cerrar hoy estos más de quince años de guerras, imagino a estos soldados legándonos el rastro de sus experiencias personales en esas cartas, mientras solicitan algún premio o alguna pensión.  Y pienso en los años de esfuerzo que implican tanto pelear una guerra, como contar su historia y la de sus protagonistas.

Seas soldado, historiador o ciudadano, mantener un ideal es una batalla constante, y la condecoración más íntima es saber que se hizo todo lo que se pudo.


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