Natalia SobrevillaLos Años Nuevos siempre ponen a prueba a las almas migrantes
Hace treinta años me fui del Perú. Acababa de terminar la universidad y estaba enamorada: no sabía a dónde me llevaría el futuro, pero lo afrontaba con optimismo y alegría. Mi hermana se había ido hacía unos años y mis padres habían vuelto a emigrar un poco antes. No era, sin embargo, la primera vez que dejaba el Perú: lo había hecho en 1973, con dos años recién cumplidos. No conservo un solo recuerdo anterior a esa partida, ni siquiera tengo noción de lo que pude haber sentido la primera vez que me subí a un avión.
Así, mis primeros recuerdos le pertenecen a una casa colombiana que ya no existe. Cuando muchos años después la fui a buscar, encontré un edificio de cuatro pisos; pero mi vida de esos años se me activa con el ajiaco, esa sopa de pollo y papas servida con alcaparras, palta y crema que me regresa a la infancia; tanto así, que cada vez que llego a Bogotá comienza un obligado paseo para conseguir el humeante potaje. La siguiente urbe que siguió en mi periplo fue Ciudad de México, y a ella también volví de adulta. En la casa de mi infancia encontré a una amiga de mi madre, y en ella después volvió a instalarse mi hermana, acogida por la que se convertiría en su familia mexicana. Una Navidad, incluso, la pasé allí con mis hijos cuando eran chicos: así de vueltas da la vida. Pero este año volví, y encontrar esa casa vacía me llenó de pena.
En Lima, mis recuerdos festivos están ligados a las casas interconectadas que mi familia ha habitado desde los años 60 y en las que ahora mi hermana, mi tía y yo reimaginamos los espacios para hacer fiestas, cenas y reuniones. Resuenan las bulliciosas Navidades en que veníamos de visita: en cada Nochebuena, la casa donde entonces vivía mi abuela y una tía se llenaba de galletas, panetones, chocolate caliente con queso, villancicos, regalos, tías, primos, sobrinos, todos corriendo por los pasillos que interconectaban los patios entre chispazos de luz de bengala.
No veníamos todos los años, pero los que vinimos fueron suficientes para dejar indeleble la sensación del comienzo del verano a orillas del Pacifico, en contraste con el frío de todos los demás lugares por esas fechas. Cuando vinimos en 1980, las celebraciones se hicieron más sencillas, ya no entrábamos todos en casa de mi abuela y se fueron organizando cenas y almuerzos paralelos. A mi familia paterna le tocaba el 24, y a la materna, el 25; doble turno todos los años.
A partir de 1993 mudamos el evento a Miami, donde por entonces residían mis padres, mi hermana y unas primas. En 1995,cuando suponía que pasaría las fiestas con la familia de mi entonces novio en Viena, me di cuenta de que no en todos los lugares se celebra con tanta calidez e inclusión: cuando supe que no estaba invitada a la celebración, me fui a Egipto. Nada mejor para paliar la ausencia de la familia que estar en un lugar donde no se celebra la Navidad.
De ahí en adelante hice lo posible por organizar mis viajes de fin de año con suficiente antelación. A pesar de ello, no siempre fue posible pasarlo con toda la familia; a veces fue en Viena, otras en Londres, algunas en Miami, y de vez en cuando en Lima. En todas las ocasiones faltaba alguien que estaba del otro lado del mundo. Es la realidad que afronta todo migrante, una que le toca cada vez más familias peruanas repartidas por el mundo.
Con la llegada de mis hijos fue necesario hacer concesiones y combinar las celebraciones de Navidad y de Año Nuevo. Con cariño e imaginación, nos las ingeniamos para celebrar lo más juntos posible a pesar de la distancia. Hace cinco años, con una casa en Londres a medio construir, llegaron mis padres, mi hermana y mi prima: como no teníamos dónde acoger a tanta gente, recurrimos a una de nuestras formulas favoritas, pedir una casa prestada a amigos que andaban de viaje.
Quienes conocen a mi familia saben que somos particularmente hospitalarios. En casa siempre hay lugar para alguien más, sea para comer o para dormir. Esta es otra de las características de quienes nos movemos mucho: han sido tantas las personas que nos han dado una mano en el camino, haciéndonos un lugar cuando lo necesitábamos, que lo natural es hacer lo mismo con quienes encontramos en necesidad. La cantidad de veces que alguien me ha abierto las puertas de su casa o las de su familia debe ser proporcional —y quizás mayor— a la que he hecho lo mismo con mis amigos y sus amigos. Al final, el espíritu de estos días implica abrir las puertas y los corazones.
El fin de año, como la Navidad, es una excusa para celebrar la vida y la amistad, y esta vez, como suele ocurrir, haré una fiesta con toda la gente que tenga alrededor y a la que pueda persuadir para que venga a mi casa. Hace cinco años instalamos una carpa en la mitad de la construcción y, a pesar del frío londinense, encendimos la parrilla porque no había otra manera de cocinar y calentar el patio. Fue una fiesta inolvidable. Estar con los amigos y la familia es una buena manera de celebrar la llegada de un nuevo año. Cuando mis hijos eran chicos, eran arrastrados por medio Perú a celebrar con amigos y con pequeños que más o menos compartían su edad en círculos de fogata, y agradecíamos a la Pachamama frente al mar o en cabañas en las alturas. Fue particularmente memorable para ellos la vez que nos prestaron una casa en las afueras de Tarma y a medianoche vimos quemarse muñecos en todas las esquinas, la voracidad del fuego recordándonos lo volátil de la vida.
Desde que me separé del padre de mis hijos, los abrazos han sido cada vez más partidos. Mis hijos han tenido que moverse de Londres a Lima y de ahí a Viena, o más o menos en la otra dirección, con el ánimo de que pasen una de las fiestas conmigo y la otra con su padre. Este año se quedaron en Londres para Navidad y yo acabo de llegar a Inglaterra para el Año Nuevo. Ellos ya están grandes y tendrán sus propios planes, así que haré una fiesta: pensaré en los que me acompañan y en los que nunca dejarán mi corazón a pesar de la distancia.
https://jugo.pe/las-partidas-y-los-abrazos-partidos/
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