22 de octubre de 2025

Perú: Parlamentarismo bestia

Juan Manuel Robles

"El Congreso de los peores, del fujimorismo impune aliado de bandas criminales, ha ido más allá que ninguno en la consolidación de su hegemonía entre los poderes del Estado"

Cuando era chico y vivía en Bolivia, conocí el curioso sistema de elección presidencial de ese país. En teoría, obtenía la victoria quien ganara las elecciones con mayoría absoluta (más de la mitad). Pero eso no ocurría nunca. Y en vez de celebrar una segunda vuelta como la mayoría de países del continente, en Bolivia, cuando no había ganador absoluto, el presidente era elegido por el Parlamento. Y además podían elegirlo entre cualquiera de los candidatos, no solo entre los dos primeros lugares. Así, el voto popular era rectificado por la sabiduría congresal, con lo sospechosa que esta puede ser. De este modo peculiar Jaime Paz Zamora llegó a la presidencia en 1989 habiendo quedado tercero, porque el segundo —Hugo Bánzer— no soportaba la idea de que Gonzalo Sánchez de Lozada —quien había resultado ganador— se quedara con el sillón presidencial.

Bolivia tenía un régimen de gobierno, digamos, semiparlamentarista. O un parlamentarismo presidencial. Se le llamó democracia pactada, lo que la ciudadanía no tardó en ver como algo que tenía más de pacto que de democracia, más de convivencia que de voluntad popular, menos de acuerdo nacional que de repartija. También servía como filtro final contra cualquier aventura de nuevos movimientos sociales, que asomaban representando a los olvidados de siempre y se chocaban contra el muro de la sensatez de los bien pensantes parlamentarios.

Ese sistema colapsó, entre otras cosas, porque la ciudadanía percibió que el parlamento era una entidad que no velaba por sus intereses ni resolvía sus problemas. Bolivia, históricamente, ha sido uno de los países con más altos índices de corrupción política y estatal. También es un país muy pobre. Lo que los políticos, en su burbuja, consideraban como una primavera democrática, con sucesivos gobiernos de alianzas, se percibía por la ciudadanía como componenda y facilitación de acuerdos infames, como la privatización de empresas estratégicas. A fines de los noventa, un joven dirigente cocalero llamado Evo Morales ya acechaba en los caminos del Chapare dispuesto a hacer historia.

Hay que indicar que aquel casi parlamentarismo boliviano, con todas sus miserias, tenía a políticos de los de antes, personas preparadas, congresistas de partidos tradicionales con arraigo en las gestas del siglo XX. Comparados con los que tenemos ahora —en cualquier país latinoamericano—, oírlos discutir sonaba a cátedra universitaria. Aun así, sus acciones —y, sobre todo, su inacción— atizaron el fuego social que llevaría a varios estallidos.

En el Perú, por si alguien no se ha dado cuenta, nos han cambiado el sistema presidencialista por uno parlamentario. Se ha hecho en nuestras narices y en pocos años. Solo que ni siquiera es un sistema donde el parlamento decida a su presidente, mezquinamente o no, para luego respetar su investidura —como el singular caso boliviano—. En el Perú se eligen autoridades en un presunto sistema presidencialista pero, al mismo tiempo, los congresistas electos han normalizado la idea de que vacar al presidente es un recurso más del juego político. No es una medida excepcional: es un festín con barra brava, una demostración de poder y una estrategia de comunicación para ir andando.

El Congreso de los peores, del fujimorismo impune aliado de bandas criminales, ha ido más allá que ninguno en la consolidación de su hegemonía entre los poderes del Estado. Ha pasado los últimos años fortaleciendo esa suerte de parlamentarismo de facto y delirante. Con un Tribunal Constitucional que ellos mismos armaron a la prepo, han desactivado la cuestión de confianza (que permitía al Ejecutivo disolver el Congreso) pero manteniendo intactas sus posibilidades de vacar al mandatario. Han conseguido que el Poder Judicial ya no tenga competencia para fiscalizar su trabajo, y están a un paso de modificar la Constitución para tener la prerrogativa de hacer juicio político y destituir a los jefes de los órganos electorales.

Es el parlamentarismo bestia que se ha dedicado a diseñar leyes para tener más poder (no importa si se legisla en favor del crimen). Van por más: ellos mismos han decidido retornar a la bicameralidad, a pesar de que en un referéndum el pueblo lo rechazó de manera contundente.

Lo que hemos visto la semana que pasó es la expresión máxima de esta transformación. Vacaron a la presidenta en ejercicio y nadie sintió gran cosa. Entró uno nuevo y quedó en evidencia su insignificancia. Ni siquiera importa mucho su nombre. Salen notas periodísticas que confirman sus previsibles anticuchos y turbiedades, su sorprendente aumento de patrimonio (que no sorprende). Pero da igual. En este nuevo orden de cosas, el presidente es un fusible que se puede sacar con la naturalidad de una censura ministerial. El poder está en otra parte. La banda presidencial es utilería burda, como la del presidente-parodia de JB.

Ya era así con Dina Boluarte. Pero quizás porque ella inauguró su mandato haciendo aquello que solo un presidente puede hacer —dar órdenes para reprimir y matar—, o tal vez por pura inercia, en esos treinta y cuatro meses de gobierno la seguimos viendo como presidenta. Ilegítima, usurpadora, sirvienta de intereses oscuros, pero jefa del Ejecutivo, como acostumbrábamos. Con su salida y el ascenso de un patín cualquiera vemos nítidamente que estamos —y ya estábamos— en otro momento de la historia: ahora el presidente es una figura decorativa. Un hombre al que solo le queda, si es mosca —y Dina lo era— sacar el mayor provecho posible de su cargo.

Por supuesto, ningún sistema de gobierno es malo en sí mismo. Bolivia, que cuestionó el excesivo protagonismo del Parlamento y reforzó su figura presidencial con la constitución del 2009, hoy critica los riesgos caudillistas del presidencialismo (a raíz de la experiencia de Evo Morales, cuyo partido original está en decadencia). En el Perú celebramos los controles del parlamento hacia el presidente luego de Fujimori y Montesinos, y muchos hasta querían restablecer la bicameralidad como parte del retorno a la democracia. Claramente imaginaban algo distinto a lo que está por ocurrir.

Hoy el parlamento es un monstruo voraz cuyo motor y motivo es tener más poder que cualquier otro poder del Estado. Y ni siquiera es algo que funcione desde el punto de vista del autoritarismo “efectivo”, que actúa “más” porque dialoga “menos”. Todas las alas para gobernar que han tenido en estos años se han traducido en un país peor, más inseguro, con menos horizontes.

La experiencia —y la esperanza— dice que estas situaciones, en que se quiebran todos los límites, en que un grupo se atornilla en el poder y acrecienta sus privilegios con desparpajo, se acaban con una gran revuelta, con golpes de diverso tipo o una inesperada elección (que desafíe no solo la lógica fragmentaria sino también la mano turbia de los órganos electorales tomados). No parece estar en el horizonte peruano algo así, pero, como en todos los procesos históricos similares, la calma enrarecida precede a una gran tormenta social.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 754 año 16, del 17/10/2025

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