César Hildebrandt
"Lo demás es lo que solemos creer que es vida: los días clonados, la tetudez que recae, la mala hora"
No salía de mi cuarto. Repantigado, sintiendo la levedad como un goce y el estilo de manganzón como una norma, devoraba los libros que me caían, que me prestaban, que me regalaban, que a veces compraba. Los libros me malhicieron, se robaron mi adolescencia, me impidieron calles y tumultos que tanto bien me habrían hecho. Pero también me salvaron.
Viajé con ellos, conocí otras maneras de amar y recordar, contraje palabras de cuya existencia no tenía idea, robé músicas, me encendí y apagué al mismo tiempo. Y cuando salía a la calle, la vida no se parecía mucho a los libros y ahí me di cuenta de que el problema no eran los libros sino la vida misma. Porque la vida, pensaba, era un libro sin editar, una prueba de galera tirada en el piso, un borrador sin terminar, un texto que no había pasado por ninguna corrección.
Cuando tuve que trabajar, sin embargo, tuve que aceptar las reglas del malvivir y tolerar ruidos y mugres. Raskolnikov no existía: el que salía en los vespertinos era un choro que había matado a una vieja en la puerta del mercado central porque necesitaba comprar pasta básica. Leopoldo Bloom no se acostaba al lado de la réproba Molly: el que hacía los panetones se apellidaba Winter y terminaría vendiéndole el canal a Montesinos. Roquentin era ñanga: el verdadero absurdo, el letal, estaba en las gavetas de los escritorios ministeriales, donde se hongueaban los expedientes que no debían seguir su curso porque no había habido pago en negro. Zavalita éramos todos, con la diferencia de que no nos preguntábamos cuándo se había jodido todo porque estábamos tan jodidos que ya ni siquiera nos hacíamos ese tipo de preguntas.
Los libros –los verdaderos, no los que dan consejos– se hicieron, en efecto, para crear un mundo paralelo donde todo parece tener sentido. El novelista edita el caos, omite los largos tiempos muertos de la cotidianidad, corrige las sombras excesivas y nos entrega una historia redonda: una vida como debió ser. Lo demás es lo que solemos creer que es vida: los días clonados, la tetudez que recae, la mala hora.
El castigo perfecto para un lector de libros es condenarlo, por ejemplo, a ser comentarista de la política peruana e internacional.
Ese es el castigo que un tribunal invisible y todopoderoso me infligió hace mucho tiempo.
-¿Te crees especial? –me preguntó el tribunal con voz de comandancia en jefe.
No dije nada de puro miedo.
-Pues entonces escribirás cada semana una columna que trate de política –anunció el tribunal.
Y así ha sido. Todas las semanas, los nombres de lo peor, los egos de los monos más alzados, las voces de las moralmente difuntas. Todas las semanas las marquesinas del teatro guiñan los mismos nombres en esta parodia grosera de humanidad. Aquí son los Fujimori, los Toledo, los Castillo, los García o los PPK. Allá, en la OCDE y el G-7, están Trump, Macron, Netanyahu, Úrsula von der Leyen. Aquí y allá: gentuza para un mundo que ni siquiera sabe que agoniza, maniacos que nos han hecho creer que este circo plagado de payasos asesinos se llama Orden Mundial.
Cada semana, entonces, la tortura de decir cosas distintas sobre gente que hace lo mismo en un mundo que sólo sabe reincidir. Me vengaré leyendo. Quiero retomar los diarios de Adolfo Bioy Casares en torno a su amistad con Jorge Luis Borges. Tienen más de 1,600 páginas. Pastaré en ellas cuanto pueda. Me echaré luego a rumiar.
13-11-2025
Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 758 año 16, del 14/11/2025
https://www.hildebrandtensustrece.com/

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