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28 de abril de 2024

Perú: Me quedo con tu ejemplo

Ronald Gamarra

Una mujer extraordinaria. Ana Estrada es la protagonista de una de las batallas más conmovedoras y valerosas por la dignidad del ser humano que se hayan librado en mucho tiempo en nuestro país. Gracias a ella se ha abierto un camino al derecho a morir con dignidad y de la reivindicación de este derecho como patrimonio de las personas, en el cual el Estado no tiene otro rol que garantizarlo como un derecho humano fundamental.

Hasta la lucha de Ana Estrada el ámbito de la muerte humana era y sigue siendo todavía un campo vedado a los derechos fundamentales. En el espacio de la muerte sólo valían de modo absoluto las disposiciones legales del Estado y las decisiones de los médicos, en ambos casos casi siempre influidas o determinadas por preconceptos y prejuicios de diversa índole. Qué acto bárbaro, inhumano, aquel de obligar a otro a soportar padecimientos indignos en nombre de creencias ajenas. La voz, la opinión, la convicción del paciente simplemente no contaban, no se escuchaban, no merecían considerarse.

Los pacientes terminales quedan desamparados, expuestos a lo que, con toda justicia, se denomina ensañamiento terapéutico, en el cual los médicos emplean recursos y procedimientos para mantener artificialmente una vida ya inviable, sin perspectivas de curación, que solo puede ofrecer la prolongación del tormento o el incremento cotidiano del sufrimiento a una persona, a la cual se le trata sin atender su opinión ni respetar su derecho a decidir sobre la continuación de un tratamiento médico sin expectativa de sanación o mejora.

Esto empieza a cambiar ahora con la lucha pionera que Ana Estrada libró en estos cinco recientes años de la enfermedad incurable que sufrió por tres décadas y que había entrado a su fase terminal. Con admirable serenidad y lucidez, Ana Estrada argumentó abiertamente sus razones para defender y hacer respetar el derecho de un paciente a decidir el momento en que desea poner punto final a los sufrimientos de una enfermedad que solo puede empeorar sin cesar.

Gracias a Ana se ha encendido una luz muy poderosa que deberá permitirnos a todos convertir la muerte digna, decidida con plena autonomía de la libertad personal, en un derecho totalmente respetado por el Estado y sus instituciones, funcionarios y profesionales. Ana ha logrado que prestemos atención a este aspecto de la realización de los derechos fundamentales que andaba absolutamente descuidado y olvidado, pese a que concierne a todos.

Emociona en particular saber que Ana llevó a cabo esta batalla, hasta ganarla, desde su soledad de paciente de polimiositis, una enfermedad crónica y degenerativa que va atrofiando e inmovilizando los músculos, uno tras otro, hasta hacer imposibles las acciones más elementales. Inmovilizada en su lecho, con alguna sonda que permitía determinadas funciones elementales ya perdidas, Ana decidió que, antes de partir, debía librar esta contienda por ella misma y por los demás que sufren situaciones similares.

No fue nada fácil. La lucha conceptual y jurídica de Ana por el derecho a tener una muerte digna encontró a cada paso enemigos enconados. Adversarios gratuitos, que no la conocían, ni se interesaban por percibir y menos por comprender su caso, que juzgaban y la condenaban a partir del fanatismo, derramando odio a borbotones ante el supuesto atrevimiento que significaba desafiar dogmas inhumanos.

La administración de EsSalud estuvo desde un principio, de manera radical, en contra del reclamo de Ana. Por ello, esta institución pública fue la destinataria de la acción jurídica. Gracias, Josefina, gracias, Percy, y gracias a otras y otros tantos. Fueron varios años de pelea argumental en diversas instancias del Poder Judicial hasta que, por fin, Ana pudo obtener la victoria jurídica con el reconocimiento explícito de su derecho a la muerte digna. No obstante, aún pasarían varios años para hacer que se acate la sentencia.

EsSalud estaba obligada, según la sentencia, a aprobar un protocolo para hacer efectivo el derecho de Ana. Tenía para ello un plazo acotado, pero la institución recurrió a varias maniobras para eludir el cumplimiento de la obligación. Por fin, después de dos años de litigio adicional, y de reiterados apremios judiciales, EsSalud aprobó un protocolo insatisfactorio, que creaba nuevas dificultades y fue inmediatamente observado por Ana. Finalmente, EsSalud terminó por aceptar las objeciones de Ana y dejó expedito su derecho a decidir sobre su propia muerte como paciente.

En el camino de su lucha, Ana se interesó por otros casos de personas enfermas y se comprometió ejemplarmente con ellas, apoyándolas y contribuyendo decisivamente a difundir sus experiencias, como ocurrió, por ejemplo, con María Benito, paciente terminal de esclerosis lateral amiotrófica. En todo momento, Ana entendió su lucha como un esfuerzo no solo personal sino sobre todo como una contribución al bien de los demás.

Felizmente, en su lucha Ana contó con el apoyo de su familia, de personas que fueron conociéndola y sumándose a su causa, y una abogada que ejerció su defensa con riqueza de argumentos claros y certeros, que deben ser revisados y asimilados por todos los estudiantes y los abogados comprometidos con la defensa de casos de esta naturaleza. No nos equivoquemos. Ana abrió el camino, pero la lucha prosigue.

Ana dejó este mundo ejerciendo su derecho a la muerte digna el domingo último. Lo hizo con el mayor decoro y discreción. Jamás la olvidaremos. Siempre le estaremos agradecidos por la heroica obra que impulsó desde la más absoluta invalidez física y por la nobleza y altruismo de sus intenciones y objetivos. La señora Estrada nos ha dado la más sencilla pero inolvidable lección de desprendimiento, luchando en el nombre de todos. Jamás tantos debimos tanto a alguien tan frágil en tan diversos planos: el de la justicia, el de la ética, el de la conducta personal. En una época en la que la indignidad y la corrupción se diseminan en nuestra sociedad y Estado, Ana Estrada nos deja el legado de una dignidad impecable.

Gracias, querida Ana, por recordarnos que el derecho a la dignidad debe entenderse como válido para toda la vida del individuo, incluida la terminación de esta. Gracias totales por enseñarnos que el derecho a vivir en forma digna importa tanto como el derecho a morir con dignidad. Me quedo con tu ejemplo y tu sonrisa.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 683 año 14, del 26/04/2024

https://www.hildebrandtensustrece.com/

28 de febrero de 2021

MENSAJE PARA ANA ESTRADA

César Hildebrandt

Le han dado permiso judi­cial a Ana Estrada para disponer de su vida.

Me parece muy bien. Lo que me parece mal es que la Defensoría del pueblo aparezca como protagonista en este escenario.

¿Qué diablos tenía que ver esa institución con el drama privadísimo de Estrada, enferma doliente y aspirante a suicida por mano ajena? Nada, por supuesto. Pero el defensor popular que hoy tenemos tiene hambre de publicidad, sed de luces, apetito insaciable. Y allí está, haciendo ridículo en su nuevo papel de CEO de la Eutanasia. Y allí está la prensa que aletea y mira por la ventana a ver algún Kevorkian nuestro empieza a asomarse en la casa de Ana Estrada. 

La muerte, la vida, el suicidio son los tres asuntos más importantes que se puedan discutir. Quizás sean los únicos tres temas sobre los que vale la pena discutir.

Si la muerte es el destino democrático y el último fotograma en donde aparecemos, eso no quita que no nos produzca terror. Quien diga que espera la muerte con la tranquilidad de un funcionario suizo, está mintiendo. No es la muerte lo que más tememos: son sus detalles, el tamaño de sus dolores previos, la desfiguración a la que nos somete durante las últimas semanas, la oscuridad del abismo al que nos asoma, los rostros y las voces que se alejarán definitivamente. Cuando empezó el proceso del cáncer que se lo llevó, Borges confesó que sintió la muerte como algo externo y frío. Eso debe ser. Sobre todo, para un no creyente como Borges.

¡Qué envidia sen­tiremos, al final, los tenaces incrédulos que no pudimos aceptar la otra di­mensión, el consuelo de la reencarnación, el placebo grandioso de la inmortalidad! Como la eternidad es para nosotros una palabra reservada a la maldición o la leyenda, lo único que entendimos fue que el tiempo era nuestro enemigo y que la cuenta regresiva había em­pezado apenas, recién nacidos, lanzamos nuestro primer sollozo. Éramos, a lo Heiddeger, seres para la muerte, bocados inexorables de su voracidad. Pasto para piras, al final. Vocación de gusanos, bajo tierra.

Y aun así la vida es un imperativo hermoso, la mayor ilusión que el azar y la química crearon. No hay pesa­dumbre que pueda con el mandato de vivir, no hay desesperanza que lastime las ganas de ver amanecer el día siguiente. El lado soleado de nuestra animali­dad nos exige vi­vir y no importa cuánto hayamos alimentado el des­aliento ni cuántos libros como los de Cioran nos hayan roto: siempre será mejor vivir y ponerse a disposi­ción de ese guión que no escribimos y donde sólo nos cabe, humildemente, actuar en pa­peles secundarios.

Decía Pasolini que la muerte edita nuestra vida y reordena sus capítulos con espíritu de narrativa. Es cierto. Los que se suicidan ponen el “fin” de la película con propósitos voluntaristas, pero no logran despejar la idea de que huyeron, de que se desvanecieron en la brega. Pienso en Stefan Zweig, que se mató a dúo con su mujer en febrero de 1942, cuando Hitler esta­ba ganando la guerra. Siempre me pregunté: dos años después, tras la derrota ante los rusos y el desembar­co de Normandía, ¿el brillante judío Zweig se habría matado, e inducido a su esposa a hacer lo mismo, en el remoto Brasil?

Siempre será mejor vivir. Y vivir es luchar por lo que uno cree. Uno no puede creer en la muerte porque la muerte carece de ideas y de poderes de seducción intelectual. La muer­te, además, tiene un enorme público cautivo. Pertenecer a su tribu es casi una redundancia. Amar la muerte es un desacato. No a dios sino al misterio, a la persistencia de nuestros latidos, a la inexplicable razón de la existencia.

Siempre será mejor vivir. De modo que ahora, que ya tiene el permiso de matarse, le pido a Ana Estrada que no lo haga. Ese quizás sea el verdadero ejercicio de su libertad.

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 528 26/02/2021  p12

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