27 de noviembre de 2011

Dios y Benetton

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César Hildebrandt

Como se sabe, soy un agnóstico que estudia para ateo, condición a la que todavía no he llegado porque, en estos asuntos, las certezas rotundas me inspiran miedo. Los ateos creen en su no-dios y experimentan una especie de regocijo perverso pensando en una bola rocosa donde unos seres ínfimos se apasionan por lo que no vale la pena, matan de puro machos, se reproducen con entusiasmo y destruyen lo que logran, incluyendo el escenario de sus afanes.

Al ateo la orfandad ancestral del ser humano, la vacuidad del universo y la inexplicable magnitud de la arbitrariedad le producen la misma satisfacción que siente un matemático cuando resuelve una ecuación difícil. Al agnóstico, en cambio, la viudedad de la Tierra, el silencio laico y químico de las inmensidades, la probada ausencia de una inteligencia patriarcal que nos gobierne lo conducen a una cierta melancolía. Si Dios existe -piensa el agnóstico-, se trata de uno horrendamente cruel y disparatado, de un Dios que ordena filicidios y masacres, de un soberano tenebroso que ríe ante la ejecución de su libreto. Pero los agnósticos sentimos nostalgia de Dios y a veces pensamos lo bueno que habría sido que existiera uno de verdad, uno que no hubiese creado a Galígula para probar, a Atila como experimento, a Hitler como ensayo abortivo. Los agnósticos, básicamente, no creemos en Dios pero nos habría encantado ser desmentidos.

¿Y Jesús? ¿Y Alá? ¿Y Yahvé? Esos tres mitos primarios sólo han producido el más sanguinario de los narcisismos. Cuando un cristiano quemaba en la hoguera a sus opositores, o cuando clamó, desde la Iglesia, por el golpe de Estado en Chile, actuaba en nombre de Jesús. Cuando un terrorista islámico vuela un autobús en Tel Aviv, cree que Alá lo ovaciona desde su palco real. Y cuando un judío mata a civiles palestinos desde un F-18 está convencido de que, al igual que hace 5.000 años, su pueblo tiene derechos que ningún otro le puede disputar. Desde luego que los nacionalismos, que son muchas veces máscaras del racismo, han proveído de coartadas a masacres multitudinarias y a guerras de exterminio con millones de víctimas, pero hay que admitir que ni el nazismo ni el chauvinismo homicida de los serbios, por citar dos ejemplos, pregonaron que Dios estaba en su pólvora y guiaba sus bayonetas.

Los tres monoteísmos son mentiras solemnes destinadas a dominar. Los tres monoteísmos han llegado a terminar en la abolición, por decreto divino, "de los otros". La religión y el crimen se frecuentan. Dentro de millones de años -si el planeta exhausto lo permite- quiero creer que una especie de hombres exmamíferos y eximbéciles mirará los fanatismos religiosos con la curiosidad con la que un entomólogo examina a un bicho prehistórico conservado en el ámbar. Pero si la religión es el miedo convertido en negocio y cosa pública, algo peor son sus operadores. Basta oír a un obispo, a un mulá, a un rabino para imaginar los miedos cavernosos de donde proceden, los dogmas que los invistieron, las hechicerías magníficas a las que se remontan, las groseras inverosimilitudes con que devastan la razón de sus seguidores, el fanatismo asesino que instigan. Porque si alguien cree que las culebras hablan, que los corazones se sacan y se vuelven a poner después de ser lavados y que Dios despide a un rey porque no mató "a todos" los amalecitas, pues ese alguien está lo suficientemente loco como para suponer que, cuando empuñe un arma en una cacería de "los otros", su dios lo acompañará y festejará la sangre derramada. La religión es el ascenso de la locura al poder. De la locura y del odio. La religión es lo que la injusticia necesitaba para aspirar a su perpetuidad.

Dicho todo esto, tengo que expresar mi asqueado repudio por la campaña de Benetton. No hay nada peor para la causa de la lucidez que la irreverencia antirreligiosa de los cretinos. Lo que Benetton ha hecho por la causa del catolicismo no tiene precio. Un Papa gris, tullido de pasado y alma, ha despertado una inmensa corriente de simpatía mundial gracias a Benetton. Mezclar el laicismo con lo más chusco y fucsia de la campaña homosexual es un flaco favor que se le hace a las millones de personas que se oponen a las iglesias desde la experiencia histórica. Y ya es tiempo de decir también cuan grotesco es que quienes han optado por una legítima manera de amar estén siempre recordándonos lo felices que son y lo publicables que resultan. Ya es tiempo de decirles qué patéticos parecen en su afán de notoriedad. Porque con el cuento de que han sido discriminados ahora resultan casi hegemónicos en la agenda de lo políticamente correcto. La verdad es que ese circo ya fatiga.


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