Frei Betto
Desde el surgimiento de la agricultura, cuando el ser humano ya no dependía de la fase recolectora y extractiva, se trató de domesticar la naturaleza, ponerle límites, desviar su curso, exigir que siga, no sus leyes intrínsecas sino nuestra lógica volteada hacia el lucro.
Por lo cual encauzamos ríos, reducimos el ímpetu de los mares, rompemos la oscuridad de la noche, logramos hacer volar lo que es más pesado que el aire.
La razón moderna desencantó al mundo. Y la primera víctima fue el milagro, que la ciencia trata de expulsar del mundo y de la mente humana.
La creencia en el milagro revela cierta noción de Dios. ¿Será él como un encantador que, habiendo cometido errores en su obra, necesita a cada momento correr para acá y para allá a fin de corregir defectos imprevistos? ¿Libra él de la enfermedad a los hijos preferidos y no a los marginados? ¿Permanece atento a quien expone más súplicas y premia su insistencia con el milagro?
La razón moderna considera que sólo la ignorancia acepta milagros en el orden natural de las cosas. Que hay milagro cuando se desconocen las leyes de la naturaleza, igual que se llama magia a lo que esconde o provoca un truco.
Lo que hoy es considerado como milagro, ¿será esclarecido mañana por la ciencia, como lo hace el Fantástico en sus reportajes sobre el origen ordinario de hechos extraordinarios.
Hay teólogos que restringen la acción divina al hecho de la Creación. Dios, al crear, habría dotado a la naturaleza de leyes que, cual un mecanismo de reloj, funcionan sin que el relojero tenga que intervenir. Si se dan imperfecciones en la creación no son culpa de Dios. Hay que buscar las causas en la acción humana sobre la naturaleza y en nuestra ignorancia, que percibe como defecto lo que para Dios sería un mero y previsible efecto.
Las Iglesias adoptan una posición ambigua ante el milagro. Unas admiten la omnipotencia divina, el poder de Dios para obrar cambios sustanciales en el rumbo natural de las cosas y, al mismo tiempo, miran con escepticismo cualquier suceso que, por su carácter extraordinario, sea tenido como milagro.
Las Iglesias neopentecostales estimulan la fe de sus fieles a través de milagros sucesivos, especialmente los que restablecen la salud. Pero las Iglesias históricas ya sospechan ante tanta profusión de milagros. Hasta el punto de que el Vaticano, en los procesos de canonización, nombra un “abogado del diablo”, encargado de rebatir fenómenos que la fe identifica como milagrosos.
Muchos aceptan que Dios tiene la capacidad de obrar milagros. Un Dios mágico capaz de extraer de su chistera omnipotente todo tipo de curaciones y de bendiciones. Un Dios dispuesto en todo momento a contradecir e incluso a subvertir las leyes de la naturaleza que él mismo estableció. Un Dios hecho a nuestra imagen y semejanza.
¿Qué hizo Moisés en aquel mundo politeísta para convencer al faraón de que Yavé era un Dios especial, diferente de los demás? Le presentó una serie de milagros. Y al convencerse de que el faraón se mantenía obstinadamente apegado a sus dioses egipcios recurrió a las diversas plagas.
El Dios espectáculo es tan paradójico como el Dios utilitario. Mientras en el dólar norteamericano está grabada la inscripción “En Dios confiamos” (In God we trust), los soldados nazis llevaban inscrito en la hebilla del cinto “Dios está con nosotros” (Gott mit uns).
¿Y el Dios de Jesús con quién está? ¿Cuál es su posición en todo esto? Jesús actuaba con discreción, pedía a sus discípulos que no hicieran alarde en cuanto a su identidad, y cuando curaba no atribuía el mérito a sí mismo sino a la fe: “Tu fe te ha salvado”.
El verdadero milagro de Dios es la presencia de Jesús entre nosotros. Presencia nada espectacular (nace en un pesebre y muere asesinado en una cruz) e incómoda (choca con las autoridades religiosas y políticas). No era el orden de la naturaleza lo que le interesaba cambiar sino el corazón humano. Quedo a la espera de que Dios le cambie a él…
Es frecuente encontrar a alguien que tenga fe en Jesús. Lo raro es toparse con alguien que tenga la fe de Jesús, que lo llevó a posicionarse en defensa de los oprimidos en nombre de un Dios amoroso y misericordioso.
Sin duda la vida humana es el mayor de todos los milagros. Sin embargo no nos llama la atención. No creemos en él. Somos muy indiferentes a tantas vidas segadas precozmente por la miseria y la violencia.
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