David Torres
Ahora que se ha muerto, a Mandela lo ha adoptado todo el mundo como si fuese la mascota de moda. Gente que ni se roza con un negro por la calle, no vaya a ser que destiñan, lo llama Madiba, como si compartieran la misma tribu o como si cenaran juntos el primer martes de cada mes. En la prensa lo han llamado de todo, desde liberal a comunista pasando por nacionalista. Incluso a Mariano (Rajoy) le ha faltado tiempo para publicar un artículo laudatorio que lo único que tiene en común con Mandela es el negro que se lo haya escrito.
Mariano podría ser algo así como la antimateria de Mandela si no fuese porque simplemente da como grima y risa ponerlos juntos en la misma frase. No es el único tentetieso, un montón de líderes mundiales han perdido el culo por hacerse una foto en el entierro, se ve que para colgarla luego en twitter. Sin embargo, en los tiempos en que Mandela se pudría en el talego, Mariano, Blair y buena parte de los actuales líderes mundiales que hoy luchan por fotografiarse de costaleros se hubieran alineado con los negreros sin dudar ni un segundo. Son de esa gente que sólo está con los buenos cuando ya ha acabado el partido, es decir, que son católicos por convicción pero en tiempos de Cristo hubieran aplaudido a Pilatos. Algunos hasta se hubieran puesto a vender clavos. De hecho, es lo que hicieron. Ronald Reagan, el santo patrón de los neoliberales, dijo en 1981 que el régimen del apartheid era “esencial para el mundo libre”. Y tan cerca de la liberación como en 1987, Margaret Thatcher, patrona de los mismos, anunció que cualquiera que creyera que ese terrorista llamado Mandela gobernaría alguna vez Sudáfrica “vivía en un país de fantasía”. ¿Una profeta? No: una mofeta.
Mandela difunto tiene dos ventajas: que ya no habla y que pilla bien lejos. Un muerto está inerme por definición: ya no puede defenderse de la sarta de hipocresías y memeces que van a endilgarle junto con las paladas de tierra. Cortázar tenía un relato donde dos amigos borrachos iban al funeral de un tercero y se descojonaban vivos, no por falta de respeto ni de cariño, sino por sortear de algún modo el asco, la repugnante falsedad que suelen rezumar los entierros. La muerte es el ridículo total, no hay como extinguirse para que le pierdan el respeto a uno. Retirado y desactivado, el Mandela de los últimos años era únicamente un souvenir político, una especie de santo laico cuyo obituario guardaban en el frigorífico las redacciones de todos los periódicos del mundo. Ahora que ha desparecido definitivamente es la ocasión de apuntarse al carro a toro pasado, aunque, conociendo a Mariano, lo mejor será que le indiquen bien dónde está la tumba, que es muy capaz de regresar con una foto sonriendo junto a Morgan Freeman.
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