8 de diciembre de 2015

¿Será que no tenemos memoria?

Rodrigo Montoya Rojas

Los dos personajes de Heduardo, conversan en uno de sus Heduardicidios: “¿Por quién votarías tú: por el que golpeó a su esposa, por el que humilló públicamente a su esposa, por la que dejó que torturen a su madre, o por el que negó a su hija?” (Diario Perú21, 27 noviembre 2015). Se refiere este caricaturista: ¿a una elección de alguna vecindad en alguno de los bajos fondos de Lima, a una ficción literaria para exagerar los rasgos de ciertos personajes, o a trechos especialmente escogidos de telenovelas mexicanas? No. Se trata de casos reales de cuatro llamados líderes de la política peruana que aspiran a ocupar la silla del poder en la casa de Pizarro el próximo 28 de julio.

Por orden de aparición estos llamados líderes son: César Acuña, rector y dueño de una gran cadena nacional de universidades con fines de lucro y que no pagan impuestos; Alan García que cuando era presidente de la república hizo pasar una brutal vergüenza a su esposa anunciando en la televisión -delante de ella- el nacimiento de un hijo suyo con otra mujer; Keiko Fujimori que no movió un dedo en defensa de su madre, víctima de un trato infame de Alberto Fujimori, su padre; y, finalmente, Alejandro Toledo, expresidente que negó a su hija y se vio obligado a reconocerla por razones puramente electorales siendo él tan cristiano, apostólico y de Cabana norte.

Son 4 casos que descalifican éticamente a esas personas y que debieran ser razones suficientes para que abandonen la vida pública y se refugienen el limitado mundo de sus vidas privadas.

Ocurre que en Perú, hoy, ninguno de esos hechos parece tener importancia alguna. Con el gobierno de los siameses Fujimori-Montesinos y el pleno sostén institucional de las fuerzas armadas y policiales, desaparecieron las barreras éticas y morales que existían aun en la sociedad para controlar la política y la economía y para defender la vida privada e íntima de las personas.

El espíritu de los servicios de inteligencia salió de los cuarteles para invadir las vidas de las personas, rastrear sus pasos, entrar a sus alcobas, fotografiar y filmar sus encuentros y usar la información como arma de chantaje en nombre del poder de un presidente que se sentía poco menos que dios.

En esa embriaguez del poder fueron creándose las condiciones para hacernos creer que las peruanas y peruanos somos unos seres sin memoria, que la economía, la política y la ética marchan por “cuerdas separadas”, que la mentira y la verdad son relativas y casi se confunden, y que el inevitable cinismo que brota de esas convicciones es una fuerza que termina siendo una especie de virtud.

Gran parte de los responsables de los medios de comunicación alimenta la tesis del Perú como un país sin memoria: el pasado ya fue, solo cuenta el futuro. En las escuelas y colegios se enseñan más horas de religión y de inglés que de historia. Y ya sabemos para qué sirven esos cursos de religión y de inglés.

Renunciar a la memoria significa olvidar lo que acaba de pasar, no volver a hablar de lo que pasó y suponer que el olvido es más fuerte que la memoria. Los dirigentes políticos de las varias derechas del país suponen que lo que dijeron e hicieron se olvida rápidamente.

No por gusto, Aldo Mariátegui insiste en su letanía diaria que el electorado peruano es un “electarado” lo que en buen romance quiere decir que los millones de peruanas y peruanos que votamos en las elecciones somos una banda de tarados, tontos e idiotas. Ese es uno de los pensamientos luminosos de la llamada “Derecha Bruta y Achorada”.

Cuando en el mundo de los empresarios, hombres de negocios y emprendedores se recomienda no preguntar de donde sale el dinero que fulano o sutano quieren invertir en un negocio cualquiera, la lección práctica está dada: para asegurar el crecimiento de la economía y para tener más ganancias no hay que tocar el tema de la ética y la moral. (El lavado de dinero sucio comienza por ahí).

En otras palabras: no hay que hablar de la soga en casa del ahorcado; el fin justifica los medios, (esta es una frase propia de los burgueses propiamente dichos y de los buscadores de poder de todos los colores, no de Maquiavelo); lo que importan son los resultados, que los gatos cacen ratones, sin preguntarse cómo.

Esta tesis no es creación de los siameses Fujimori-Montesinos, es una vieja lección de los primeros burgueses, nombre histórico de los que ahora prefieren llamarse, empresarios o emprendedores, precisamente por su aversión al pasado.

Las lecciones del pensamiento capitalista que acabo de señalar han dado a personas como Alan García una gran habilidad para mentir, comer sapos y representar su papel de gran jefe de un partido que vive la fantasía de haber nacido en esta campaña electoral y de haber olvidado sus decenas de años de historia cargada de promesas incumplidas y tantos cambios de colores en su plumaje. Solo puedo referirme a uno de sus últimos sapos.

En su guerra contra los pueblos indígenas amazónicos en 2008 y 2009, los llamó “perros del hortelano”, “ciudadanos de segunda categoría” y quiso poner en venta sus tierras, pero fracasó rotundamente en el intento y ordenó la matanza en la rebelión de Bagua.

Ahora, con la ilusión de volver al poder, quiere hacerles creer que los pueblos indígenas son dueños del subsuelo de sus tierras. En el teatro de la política, es el perfecto actor para representar ese cinismo.

¿Será posible que alguna vez en Perú los candidatos a cualquier puesto de dirección estén libres de las cuatro vergüenzas que comento y que estén judicialmente limpios de polvo y paja? Más tarde volveré sobre otro cuento neoliberal de hoy: la verdad como tal no existiría, “cada uno tiene su verdad”.

Por arte de magia, la verdad se devalúa y disuelve en una simple opinión. En la misma línea de empobrecimiento del pensamiento y del lenguaje, crímenes y robos son piadosamente llamados errores, pecados o pecadillos, todos merecedores del catoliquísimo perdón y del borrón y copia nueva.

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