6 de septiembre de 2020

Chabuca

 

César Hildebrandt


A mí Chabuca Granda me produ­ce sentimientos encontrados. La conocí, la admiré, estuve en su casa más de una vez y no pue­do olvidar que la noticia de su muerte prematura se dio en un programa que dirigía en Canal 4. Fue su hija Teresa quien nos narró, a través del teléfono y desde Miami, lo inútil que había sido el esfuerzo médico para tratar el mal cardiaco que la gran compositora padecía desde hace tiempo. Fue una llamada trágica y emocionada que nos notificaba que habíamos perdido a la autora de ese himno nacional dulzón y paralelo que era “La flor de la canela”.

En fin, qué duda cabe de que Chabuca fue una excepcional creadora popular. Los albaceas ideológicos de su legado han obviado con éxito su “ciclo social” y han logrado que todos hablemos de aquellas letras que son un homenaje al carácter tra­dicional de Lima y a los rasgos más acendrados de nuestra “tra­dición”. Ese es el problema. ¿De qué tradición hablamos?

Recuerdo que una vez Julio Cotler, cuyo mal humor era le­gendario, me miró después de una entrevista y me preguntó de modo fulminante:

-¿Creyó usted que yo perte­necía a la Lima tradicional?

Le dije que no, le pedí dis­culpas por el malentendido y me despedí. Después me puse a pensar en el mensaje. Cotler, sin duda, tenía toda la razón del mundo.

Chabuca venía de una élite hacendaria y mi­nera y, por el lado de los Larco, de una de las grandes familias señoriales del norte peruano. Su compromiso con el pasado inmóvil le era natural, su apuesta estética por lo que quedaba de aquella república aristocrática inventada por Basadre y protagonizada por los vivos de la con­solidación y el guano era parte de su herencia.

Por eso amaba todo aquello que el señoritismo limeño trató de vendernos como “el alma del Perú”. ¿A quién está dedicado José Antonio? A José Antonio de Lavalle y García, criador de caballos de paso y nieto de José Antonio de Lavalle y Arias de Saavedra, el hombre que fir­mó el Tratado de Ancón a nombre de Miguel Iglesias Pino de Arce, el traidor al que Chile armó y convirtió en representante legal del Perú vencido. ¿Y en quién se inspira Zeñó Manué? En Manuel Solari Swayne, el crítico taurino de “El Comercio” que inventó la feria de octubre de Acho en 1945. Por eso es que José Antonio se viene desde el barranco a ver la flor de amancaes y por lo mismo es que Zeñó Manué tiene jaqueca y se amarga la vida cuando ve que nos estamos quedando “sin esa Lima de otrora tan querida y tan señora”. Los cerros empezaban a llenarse y desde aquel cielo color panza de burro parecía llover herejías, pobreza invasora, ganas de igualdad. “Ya no nos llevan al parque, ni tampoco a la alameda, ya las plazuelas se mueren, alumbrando su tristeza, no perfuman la diamela, ni cae el jacarandá, ni florecen los aromos al llegar la navidad...” -dice el vals. En efecto, una marcha de ojotas militantes había empezado, una insubordinación urbana estaba en camino. Y esa Lima amenazada protestaba en boca de Zeñó Manué y lanzaba poéticamen­te sus reclamos gracias al talento de Chabuca. Pero el mensaje era el mismo. Poncho Negro había empezado sus mugrientas conquistas y la Lima de Manué y la compositora echaban de menos las murallas que antes habían protegido la fortaleza de los virreyes.

¿La tradición? Eso era, a fin de cuentas, lo que había defendido el franquismo nobiliario y sevillano que se alzó contra la república. En el Perú la tradición de los 40 y 50 fue el antiaprismo oligárquico, la cárcel para los desafectos y el golpe de estado para las audacias frentistas como la de Bustamante y Rivero. La tradición era el tiempo detenido, el Perú catatónico, la estirpe condal detrás de la que se escondían los negociados más turbios.

¿Y la flor de la canela? ¿Seré un canalla si digo que canela fue la forma más inocente, ima­ginativa y eufemística de decir marrón? En todo caso, ¿no es cierto que de Victoria Angulo Castillo, aquella afroperuana que vivía en un corralón fren­te al puente de palo que daba entrada al distrito del Rímac, no queda casi nada en el vals que la hizo inmortal? Chabuca la convierte en símbolo y orna­mento cuando todos sabemos que la Angulo, aparte de jara­nera y expectante “igualada”, perteneció a una minoría espe­cialmente discriminada y so­metida a todos los estereotipos del desprecio. ¿Jazmines en el pelo y rosas en la cara? ¿Aro­mas de mistura que en el pecho llevaba? ¿Alfombra de nuevo el puente y engalana la alame­da? Cuando la subordinación social muta de modo alquímico y se convierte en anuencia y comparsa, lo que tenemos es una hermosa mentira. No la de Jim Crow, pero mentira de todas maneras. No era un menudo pie el que llevaba a Angulo del puente (de palo) a la alameda. Era calzado viejo y resignado. Eran pies hechos para cubrir largas distancias. Eran patas de pueblo. Cruzando ese puente, el agua escaseaba. La alegría solía venir encerrada en botellas. La bohemia limeña frecuentaba esos parajes como si de una excursión se tratara.

Por eso es que está muy bien recordar los cien años del nacimiento de Chabuca siem­pre y cuando la celebremos completa. Yo la recuerdo cantándole en “Cardo o ceniza” a la suicida Violeta Parra o rindiéndole homenaje a Javier Heraud, aquel muchacho que dijo ser un río y murió en uno (el Madre de Dios) agujereado por balas explosivas. A Heraud -no lo dudemos- lo mató la tradición. Esa Chabuca, que pareció arrepentirse de su papel conservador, es la que hay que rescatar en esta hora de balances y repasos. La flor de la memoria: eso es lo que necesitamos.




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