César Hildebrandt
La señora ministra de salud dice que no dijo lo que todos oímos, o sea que “los asintomáticos no contagian”. La escuchamos, ministra Mazzetti, y la hemos vuelto a escuchar y está usted mintiendo con nostalgia alanista. ¿Recuerda, doctora, aquel día de febrero del año 2007 cuando usted se fue llorando de Palacio obligada a renunciar como ministra del Interior de Alan García por la adquisición sospechosa de 469 patrulleros y por la saga de una adquisición también cuestionada de ambulancias durante su gestión como ministra de salud de Toledo? ¿Recuerda que usted dijo en un principio que ponía las manos al fuego por los funcionarios que habían hecho la negociación de los patrulleros y que luego, tardíamente y presionada por la prensa, tuvo que botarlos de sus puestos para ver si así salvaba la cabeza?
¡Cómo se miente en el Perú!
¿Han visto a Víctor Zamora diciendo, sueltísimo de huesos, que la ivermectina y la hidroxicloroquina deberían desterrarse como “medicamentos” para el covid-19 a pesar de que él los avaló cuando era ministro de salud y lo siguió haciendo en julio, cuando ya la OMS los había desterrado aun del vademécum de la llamada “medicina compasiva”?
¡Qué placer es mentir en mi país!
Mentían los libertadores, los fundadores, los patriarcas. Mintieron San Martín, Bolívar, Riva Agüero, Torre Tagle. Mintieron los realistas que vencieron en la imaginación y los patriotas tardíos que se sumaron a la conspiración libertadora cuando ya no les cupo otra opción.
Fue mentira la república auroral, pero hubo de ser mayor mentira aquella civilista que puso la primera piedra de esta gran farsa que somos como país sin terminar. Liberamos a los esclavos negros y de inmediato trajimos chinos esclavizados como reemplazo. Mintieron rentablemente los que le sacaron fortunas al Estado diciendo que habían empeñado su hacienda en la lucha por la independencia (lo cierto es que la mayoría de los “indemnizados” ni siquiera luchó en el bando antiespañol).
Mintieron nuestros tribunos, nuestros próceres, los historiadores del chauvinismo barato que nos enseñaron en el colegio. Mintieron los ladrones del guano, los hijos del salitre. Sospecho que hasta González Prada nos mintió cuando quiso contamos cómo fue que estuvo en la reserva de las batallas por Lima de 1881. Y mintieron como bellacos el traidor Mariano Ignacio Prado cuando fugó del país en plena guerra y el imbécil de Nicolás de Piérola cuando se hizo cargo del poder y deshizo lo que quedaba del ejército del sur.
Sufrimos de mentiras ancestrales: fuimos una cultura interesante y abarcadora, pero no fuimos, de ningún modo, el imperio milagroso que nos contó Garcilaso. Nos faltó la rueda, la escritura, la intuición del universo. La otra gran mentira raigal es que somos un país rico que desperdicia su prodigiosa diversidad. No somos un país que tenga que agradecerle a dios tantos dones. Al fin y al cabo, el primer capital de la abundancia es el hombre y eso es algo que hemos descuidado de un modo tan cruel como minucioso. La mitad de nuestra extensión es selva indómita y las tierras fértiles apenas llegan a ser el 20% de nuestra superficie. ¿De dónde entonces ese complejo de magnates con apetito de rentistas? ¿No es que la pandemia nos ha desnudado?
Aquí no se miente piadosamente. Se miente encarnizadamente, con el talento de los picaros crónicos que modelaron nuestro modo de ser. Si la mentira complace a la ilusión, como dijo Rezvani, el Perú es la nación ilusoria fundada en el mito de la gloria y en la anestesia de la autocomplacencia.
La mentira puede ser un drama inevitable si es que de eso depende nuestra vida. Eso fue lo que le pasó al periodista iraní Maziar Bahari, corresponsal de “Newsweek”, acusado de espiar para los Estados Unidos y obligado a admitir ante cámaras que era parte de un complot internacional contra Irán. Esa, más que una mentira, fue un salvoconducto hacia la libertad.
Lo que me sorprende de mi país es que aquí la gente miente sin necesidad. Miente como si la verdad le fuera insuficiente, poca, despreciable. Como si la vida misma estuviese aquejada de aburrimiento si no viniera la mentira para redimirla, salvarla y adornarla.
Se miente cuando se promete y aún se miente más cuando se precisan fechas y detalles. Vizcarra, que era un buen gobernador moqueguano y un tenista sudado y amiguero, ha aprendido a mentir como un virrey belga desde que llegó a Palacio. No hay descripciones más detallistas ni plazos más inamovibles que cuando se miente y se sabe que se está mintiendo. Y eso de que la mentira tiene patas cortas, es muy relativo. En el Perú hay mentiras que van a cumplir quinientos años y nadie se mete con ellas.
¿Quién no mintió? No nos mintió, por ejemplo, Túpac Amaru. No mintió ni cuando fue funcionario virreinal y cacique favorito de los chapetones. No mintió en el cadalso. Y su pronunciamiento libertario es una de las páginas más bellas escritas por la indignación. No necesitó mentirnos Bartolomé Herrera, padre del pensamiento conservador desde el convictorio de San Carlos. No nos mintió Pío Tristán, que fue virrey crepuscular tras la derrota de los españoles en Ayacucho y que más tarde sería presidente del estado surperuano de la confederación peruano-boliviana ideada por Andrés de Santa Cruz, otro de los que no nos mintió ni como visionario ni como estadista. Como tampoco nos mintió Francisca Zubiaga, la Mariscala, hija de vizcaíno y cusqueña y caudilla por mandato de genes y valor.
¿Quiénes nos mintieron más?
La lista sería interminable, de modo que haríamos bien en elegir por nuestra propia cuenta. En mi modesta opinión, nadie ha mentido más, a lo largo de estos doscientos años de república averiada, que Alberto Fujimori. Para este samurái de cartón y hojalata la mentira siempre fue un deber, una compulsión irrefrenable, una adicción opiácea. Mentía cuando se veía acorralado y mentía cuando, relajado, hablaba con su servidumbre periodística. Llegó a negar su propia huella digital puesta en un reconocimiento de deuda dirigido a Susana Higuchi, la mujer a la que le mintió desde que asumió la presidencia después de decirle al Perú que jamás haría “el shock del Fredemo”. Fujimori nació con la mentira de su fecha de nacimiento (28 de julio) y morirá con la mentira en la boca. Morirá diciendo que fue un gran presidente y que jamás supo lo que hacía Montesinos, su secuaz, el hombre al que le pagó 15 millones de dólares de CTS llevados a Palacio en costales. Fujimori es de los mentirosos que terminan creyendo la farsa que cultivaron y sus seguidores son los miles de ciudadanos de mentira que aman ser engañados. Porque un país de mentirosos no se explicaría si no hubiera enormes clientelas dispuestas a creerse los cuentos de la abuela, las fantasías del vendedor de sebo de culebra, la labia suasoria de quien inventa un mundo paralelo. Mentirosos y engañados son un matrimonio infernal.
El gran problema es que la mentira como deporte nacional ha creado esta atmósfera de mutua desconfianza, este intercambio de sospechas, esta sombra ominosa que nos hace descreer de todos y que nos convierte, simultáneamente, en blanco de recelos. Nos persigue una epidemia de malicias recíprocas. La frase sartreana “el infierno son los otros” corre el peligro de adquirir en el Perú la certeza de una verdad empíricamente comprobada.
Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 506, 11/09/2020 p12
https://www.
https://www.facebook.com/
https://twitter.com/ensustrece
No hay comentarios:
Publicar un comentario