5 de abril de 2024

Perú: No hay poesía que nos alivie

César Hildebrandt

No son buenos tiempos para la lírica.

Cuando Odría dio el golpe de estado con el dinero de los latifundistas beltranejos, la poesía se hizo cargo de la respuesta.

Yo me eduqué sentimental y moralmente leyendo, entre otros, a Washington Delgado, a Juan Gonzalo Rose, a Alejandro Romualdo, a Manuel Scorza.

“No puede ser verdad, pero hay testigos”, decía Romualdo. Y ellos, los poetas, testimoniaban la podre de este país que volvía a manos de los encomenderos y elegía a un cachaco para darle con palo a la gente y con palo también a la esperanza.

“Nos han robado el día y es nuestra la miseria”, gritaba Delgado, el que construía su país con palabras: “Yo canto en las matanzas, yo bailo/ junto al fuego/ yo construyo/ mi país con palabras”.

“Yo conocí en mi patria sólo rostros vacíos”, se lamentaba Scorza en “Las imprecaciones”. Y añadía que también había visitado “balnearios de hueso/ donde antes de tiempo veraneaba la muerte”.

“Para comerse un hombre en el Perú/ hay que sacarle antes las espinas,/ las vísceras heridas,/ los residuos de llanto y de tabaco...”, describía Rose y uno sabía perfectamente de qué hablaba porque somos un país de caníbales y el menú perfecto de un restaurante de primera es guiñapo asado, derrota personal con champiñones, claudicación en salsa de tausí.

Pero en medio de todo, a la mitad de la rabia, una grieta se abría en el horizonte y entonces venían mejores tiempos hechos de puras palabras. Era Romualdo el que nos salvaba otra vez: “Sigue de pie la heroica muchedumbre./ Atractiva. Total. Desconcertante./ Dios repartido en célebres fulanos,/ en puro espacio, masa y energía./ Inmortal. Infinita. Invulnerable./ Ebria de amor. Ecuánime de lucha./ Siempre de pie/ la heroica/ muchedumbre”.

Y uno, herido malamente, se imaginaba que algún día, en efecto, lloverían advertencias, primero, y justicia, después. Pero justicia a mares, justicia diluviana, ejércitos de reparadores refundando el país.

Los poetas venían en nuestro auxilio y eran amigos de la pena.

Era un mundo, además, donde era posible imaginar una salida. Había bandos definidos, roles que se ejercían sin hipocresía. Estaban los beneficiados del poder oligárquico, de un lado, y sus víctimas, del otro. Entre las víctimas, las opciones también estaban claras: o se hacía una revolución y se ponía todo patas arriba o se obligaba a la clase dominante a hacer concesiones que hicieran verosímil la convivencia social.

En el mundo, además, estaba Cuba, que era el obispado milagroso de la santa sede soviética. Y estaba China, que era para muchos la opción rural más dable en estos suelos de encomenderos obstinados. Y estaban Camus y Sartre, que te daban una mano con sus dudas y su impresionismo intelectual.

Nunca me sentí tentado por el comunismo porque la idea de la unanimidad siempre me ha aterrado. Eso me salvó de cometer errores aún peores que los que llegaría a cometer desde mi condición de laico doctrinario. Pero siempre estuve al acecho de aquello que pudiera hacer que este mundo fuera algo más que una sucesión de héroes ensangrentados y servidumbres con distinto nombre.

Hoy, en estos días, todo eso ha terminado. El mundo es un precinto policial que Estados Unidos controla y Europa reconfirma. El mundo es Gaza y Moisés no aspira a abrir el mar Rojo sino a entregarles a los suyos la parte del Mediterráneo que es de la franja. No es que el mundo esté loco: tiene la razón de las fieras, la moral bacteriana, los principios de un tumor maligno.

En el Perú el asunto es más sencillo: la misma banda de truhanes que nos enfangó en los 90 gobierna hoy el país detrás de una señora que roba o acepta sobornos para comprarse joyas. Es el triunfo de Tatán, la herencia de Tirifilo, la reencarnación de alias La Rayo (la mejor carterista de nuestra historia).

Y no hay poetas que nos alivien la tarea de vivir en este chiquero.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 680 año 14, del 05/04/2024

https://www.hildebrandtensustrece.com/

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