18 de julio de 2024

LA SABIDURÍA DE ACEPTAR LOS CAMBIOS

Natalia Sobrevilla

Somos los papeles que acumulamos… y fuimos los que dejamos atrás

Los ciclos de la vida comienzan y se cierran con cierta regularidad. Esta semana, por ejemplo, me tocó llegar al fin de mi larga relación con la Universidad de Kent, donde he ejercido como académica durante los últimos diecisiete años.

Comencé oficialmente un primero de mayo, con casi ocho meses de embarazo encima y, después de unas cuantas visitas con mi panza descomunal y la comprensible ausencia consiguiente, regresé los últimos días de septiembre con un bebé de tres meses en brazos. Esa constituyó toda la pausa de maternidad que me permitían las leyes de entonces y mi nuevo empleador.

El jefe de mi escuela, un filósofo judío-londinense de unos sesenta años que no entendía cómo podría combinar mis trabajos de historia militar con la maternidad y un viaje diario en tren de más de dos horas, me permitió armar una cuna en mi oficina, probablemente contraviniendo toda regulación. Pero así era Laurence: paternal y generoso, su tiempo como administrador universitario se caracterizó por su excentricidad y humanismo. Dejó este mundo hace unos diez años y, de estar ahora con nosotros, no hubiera reconocido el páramo en que se ha convertido la academia.

Matías, el tercero de mis hijos, fue el bebé más bueno del mundo. Plácido como pocos, se quedaba tranquilo con quien fuera, dormía sin chistar y solo lloraba si no tenía la leche lista. Antes de acompañarme a clases ya se había lucido en un congreso. El primer día del semestre lo tuve que depositar de emergencia en manos de una becaria vasca con piercings, tatuajes y pelos de colores que parecía no haber visto nunca un bebé. Eli sobrevivió y yo logré sacar las urgentes fotocopias. Más adelante organicé una red de estudiantes francesas que ejercieron de encantadoras canguros. ¡Jamás me fallaron!

William, un académico inglés especialista en Cuba, Lezama Lima y la vida en los bosques, fue mi vecino de puerta durante todos estos años. Él me ayudó desde el minuto en que llegué. Su mujer, una química asturiana, lucía por entonces un embarazo tan prominente como el mío: ahora nuestros hijos están por acabar el bachillerato. A pesar de todos los altibajos profesionales de estos años, William nunca ha perdido el humor y buen talante. Ayer, cargó con donaire mis cajas de libros hasta el estacionamiento. Queda encargado de cerrar el programa, mientras todos nuestros otros colegas ya se han ido.

El último par de días me los pasé empacando las cosas de mi oficina, incluyendo la hermosa biblioteca de clásicos que me dejara en custodia mi amiga Karen cuando regresó a Lima. Recuerdo la tarde del verano de 2008 en que llevamos juntas los volúmenes a Kent. Desde entonces, sus tomos me han recordado cuánto importan la literatura y la filosofía en nuestras vidas.

Entre los libros de los colegas, las innumerables fotocopias de artículos organizados alfabéticamente y los paquetes de documentos con los que he escrito tesis y libros, los recuerdos de los congresos, los trabajos presentados por uno y otros, las listas de los participantes, las cartas y correos sobre debates académicos, las postulaciones a becas y trabajos, aparece dibujado prístino el mapa del camino que nos ha llevado desde nuestros inicios hasta donde estamos ahora.

La oficina de un profesor universitario suele albergar además infinidad de trabajos acumulados de quienes fueron nuestros alumnos; apuntes tomados en reuniones de comités que jamás recordaremos; fotocopias de regulaciones que dejaron de ser válidas hace demasiado tiempo; por no mencionar los materiales con que nos documentamos amorosamente para las clases que alguna vez dimos.

Ahora que empaco un espacio como este, me doy cuenta de que soy una maniática muy organizada y una acumuladora compulsiva. Una oficina grande y generosa me permitió acoger cerros de basura junto con joyas de un incalculable valor para quien estudia el pasado. Pocas cosas me proporcionan tanta satisfacción como conservar casi todos mis trabajos académicos, desde los tempranos noventas en adelante, organizados por temas y fechas.

Pero esta vez, contra todo pronóstico y todos los instintos de alguien con una absoluta incapacidad para arrojar al tacho papeles y libros, he dejado mucho atrás. Ha sido liberador, aunque probablemente hubiera podido tirar mucho más. Mis programas de las conferencias y los artículos que ahora están preservados en internet podrían haberse quedado también atrás. Pero pensar en todos los años que pasé investigando y las angustias que soporté para conseguir todos esos artículos, primorosamente ordenados, leídos, clasificados y anotados por mí, me lo impidieron.

Las fotocopias de las más de mil historias del Archivo Histórico Militar que acumulé para el libro que pronto espero poder compartir con ustedes, además de los catálogos, que ocupan siete cajas archiveras, se vienen asimismo conmigo. Son más de veinte años de tratar de encontrar la punta de la madeja con ellos, ya hasta cariño les tengo.

Las fotocopias desordenadas de los epistolarios de Andrés de Santa Cruz han quedado atrás. Si alguna vez las necesito de nuevo tendré que volver a consultar la biblioteca. Este trabajo de acumulación de años y años supone gran parte de la labor de un historiador y, ahora que mucho de ese material es accesible en redes, parece que los papeles no importan ya: pero esto es todavía lo que queda de mi vida analógica y no quiero dejarlo atrás.

Dejo los papeles que ya no parecen tener sentido en mi vida nueva y vienen conmigo los que aún están vigentes. Me despido de las cuatro paredes tan llenas de recuerdos y me llevo las postales, cartas y dibujos que las adornaban. Iba a abandonar una caja de música que me trajeron unos visitantes japoneses, pero mi hijo mayor, que me ayudó con la mudanza, me comentó que tal acción desdeñosa comportaría una afrenta a los espíritus. Cuando la escuche, me recordará a toda la gente que encontré en el camino.

Armaré en Lima una nueva biblioteca donde finalmente disponga de todos mis libros y papeles juntos. Los que dejé atrás hace muchos años, los que fui heredando y coleccionando, los que están en casa en Londres y los de la oficina de Canterbury. Cuando vea todo reunido al fin, me sentaré contenta a contemplar lo acumulado por años y me pondré a escribir.

https://jugo.pe/la-sabiduria-de-aceptar-los-cambios/

https://www.leerydifundir.com/2024/07/la-sabiduria-aceptar-los-cambios/

No hay comentarios: