19 de julio de 2024

Perú: Libros

César Hildebrandt

Los libros me salvaron.

A los once años me convertí en lector profesional,  comedor de páginas, maniaco-depresivo y nerd.

Tan nerd era que fui a la fiesta de promoción del colegio militar Leoncio Prado (XIX promoción) acompañado de mi hermana Ana María. Fue en el “Crillón” y la orquesta era la de Freddy Roland. La cantante era Lina Panchano y tenía un traje ajustado que brillaba de lentejuelas. Me la pasé viendo cómo se divertían los de la bailanta y me quedé al lado del loco Fernández, otro chuncho. Nos comimos un pavo entre los dos. Éramos los idiotas de la promo. ¡Pero qué felices fuimos juzgando caras y sudores y tramando historias canallescas!

Pero después, los libros. Me seguían, los perseguía, los pude hurtar a veces. Mi madre, que también era lectora, estaba convencida de que mi caso era patológico.

Y lo era. El afán de leer tiene que ser una enfermedad en una sociedad como esta.

He sido, entonces, un paciente toda mi vida. He leído biografías de grandes personajes para enterarme precozmente de lo difícil que sería alcanzar apenas la medianía. He leído novelas para vivir otras vidas, hablar como zíngaro, estar en Orán, enamorarme de una cortesana (o de la Maga), sentir miedo, compasión, asco. He sido todos los personajes que admiré, de modo que tengo las manos ensangrentadas de Raskolnikov, el estupor glacial de Roquentin, la coprolalia de Holden Caulfield, la pasión suicida de Humbert Humbert, las siete vidas de Melquiades, la borrosa identidad de Fushía, el dolor de Iván Denisovich.

He viajado por todo el mundo sin moverme de mi asiento de holgazán y sé cómo mataron a Jesús Galíndez en Nueva York porque Vázquez Montalván me lo contó con pelos y señales, del mismo modo que presiento el perfume que usaba la Teresa pituca de Juan Marsé.

Aprendí más del Perú leyendo novelas que leyendo historia y pesados ensayos. La historia, por lo general, está escrita desde una comprensión patriótica y los ensayos tienen la luz apagada y están lastrados por la ostentación y el argot académico.

Le debo tanto a Alegría, a Congrains, a Arguedas, a Vargas Llosa, a Ribeyro, que jamás podré pagar esa deuda. Ellos me dieron la receta para entender al Perú: jamás esperes buenas noticias pero alégrate si el azar las trae. El azar, no la voluntad ni el coro del entendimiento. El guano, por ejemplo, fue la gran noticia del siglo XIX. La derrota en la guerra que pudimos evitar fue la consecuencia de nuestras miserias sociales y políticas. El Perú es muchas veces un zombi que se devora a sí mismo.

Amo los libros. Y los amo ahora más que nunca porque están desprestigiados. Buena parte de las nuevas generaciones consume rodajas digitales de información, chanfainita tiktokera, saltado de influencers. Los resultados están a la vista. Y hay que admitirlo: en la llamada batalla cultural no es que sólo haya ganado la derecha; también la entropía se siente victoriosa.

De los libros que frecuento y repito, que emocionalmente bebo y devoro como rapaz, los de poesía son los primeros. La poesía es un misterio de la química, un milagro celta de la combinación y el albedrío. Un tipo junta palabras, como tantos, y de pronto descubre el tesoro enterrado, la reverberancia del sentido, la madre del cordero. Ni él mismo sabe cómo lo hizo y eso es lo mejor. Es como si el universo hablara a través de él para darle algún sentido a la vida. La poesía es un reguero de migas que no tiene destino. Basta con que sea camino.

Los libros. Mi casa es una biblioteca con dormitorio y baño. Es la versión pagana e ínfima del paraíso que imaginó Borges.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 695 año 14, del 19/07/2024

https://www.hildebrandtensustrece.com/

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