César HildebrandtCada día aprecio menos a mi país.
No soy binacional, carezco de otro pasaporte (aunque pude conseguirlo fácilmente): soy peruano de memoria y tierra.
Pero todos los días asisto a la continua degradación del Perú.
Y estoy asqueado.
Esto que veo no puede ser el país que amamos y que se nos ha ido.
Es imposible que nos representen los congresistas canallas, los ministros de pacotilla, la presidente que derrama lisura y a su paso dejaba.
Pero una voz, quizá la de la historia, se me acerca y me dice: “¿Cómo que no te representan? Ellos son el Perú, tú eres el forastero que se escandaliza o que se deprime, el viajero que consigna su desagrado. Si no aceptas a tu país con sus miserias, ¡lárgate! O en tu caso, ¡muérete!”.
Y la voz tiene razón. Es la voz de la razón. Toda la vida me la pasé creyendo que marchábamos al Perú que Basadre imaginó como posible y el resultado es que estamos aquí, detenidos en este lodazal.
Pensábamos que las clases medias se harían decisivas, que la educación pública mejoraría, que la cultura sería una ambición mayoritaria. Pensábamos que la política se poblaría de gente con ideas y propósitos y que los partidos calificarían a sus cuadros debidamente y que el Perú, en suma, estaba en el vestíbulo de un escenario ideal: un régimen liberal que no renunciaría a que el Estado igualara la cancha para los menos afortunados. Pensábamos que los empresarios entenderían que una población hambreada no era buena ni siquiera para los negocios y que los trabajadores aceptarían que la capacitación y el aumento de la productividad no son inventos del demonio.
En fin, pensábamos tantas cosas.
Pero, entonces, llegó el segundo belaundismo y empezó el desastre. La derecha, vengándose de Velasco, alentó a un régimen que fue la parálisis personificada y que hinchó el ego de Abimael Guzmán, el Lin Piao de Huamanga.
Y llegó Alan García, que fue la catástrofe del centro-izquierda, la derrota del Apra histórica y el primer saqueo institucional del Estado.
Ese combo maldito –la derecha que desperdició su oportunidad de modernizarnos, el Apra que cayó en bancarrota moral, Sendero Luminoso y sus asesinos, la informalización creciente de la economía– produjo a Fujimori.
Fujimori representa el momento que tanto atormentaba a Zavalita. Sí, con él nos terminamos de joder.
Porque con Fujimori todo se hizo al revés. Necesitábamos más democracia y lo que tuvimos fue dictadura. Necesitábamos más instituciones sólidas y lo que nos dieron fueron siglas vaciadas de contenido. Necesitábamos consensos y redes de acuerdos y lo que tuvimos fueron partidos políticos asfixiados o corrompidos. Necesitábamos más Estado y lo que se perpetró fue, en muchos casos, su desaparición de facto.
Fujimori fue la pócima que la derecha ciega se inventó para hacernos creer que el porfiriato nisei era la gran solución. Un pueblo traumado por la crisis y la violencia se tragó la leyenda. La clase intelectual cometió la enésima traición de su discreta historia. La prensa hegemónica se puso tan comprensiva como cuando miraba para otro lado en los tiempos de Leguía.
La situación actual es la continuidad de ese camino. Fujimori le enseñó al país a aceptar la mentira, a amar el cinismo, a dispensar el asesinato, a premiar el latrocinio y a despreciar a los desafectos que se atrevían a protestar. El clima moral del fujimorismo, elevado a la N potencia, es el que vivimos hoy. Somos la carreta que se atascó una tarde de copiosa lluvia. Llovía mierda.
Pero la voz de la razón regresa y me grita: “Te quejas cada semana. Nos tienes harto. Si el Perú no es el país que soñaste, ¿qué diablos haces aquí?”.
No sé qué responderle.
Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 694 año 14, del 12/07/2024
https://www.hildebrandtensustrece.com/
No hay comentarios:
Publicar un comentario