César HildebrandtDina Boluarte es lo que merecemos.
Su ignorancia es la que cunde, su estupidez es la que abunda, su inmoralidad es la que atraviesa todas las capas de la sociedad peruana.
Dina es una auténtica criolla de balanza arreglada y tesis cosida con hurtos de computadora. Nos representa y es la imagen del Perú menos agradable.
Cuando Dina canta lo del gato ron ron se congracia con el cociente intelectual promedio y cuando dice “produció” la adora hasta Magaly Medina, que decía “ponido” en vez de puesto cuando empezó en la tele. Somos eso y no podemos negarlo.
Dina está emparentada con la muerte, como cualquiera de nuestros gobernantes. Los 49 esqueletos de su ropero la sitúan en la historia de los regímenes que mataron para durar y para que las oligarquías prosiguieran. Desde sus tumbas, la saludan Benavides y Odría. Sánchez Cerro la aprueba apenas con un gesto y eso se entiende: el macho de 1930, el machote de 1932, está muy por encima en cuanto a número de cadáveres y Dina debe parecerle un tímido remedo (por ahora).
Dina fue vicepresidenta de Pedro Castillo y ahora es busto parlante de Keiko Fujimori y César Acuña. Es decir, encontró su ventana de oportunidad, su cuarto de hora, su gran momento. Hasta en eso nos encarna: la traición está en las raíces de este país que amamos a pesar de todo. Desde Riva Agüero hasta los hermanos Gutiérrez, pasando por Torre Tagle, Agustín Gamarra o Felipe Santiago Salaverry, la historia del Perú ha sido el festín de un Judas patriarcal. ¿O acaso no es cierto que Alberto Fujimori, que se alió a la izquierda socialista para enfrentarse al derechista Vargas Llosa, secuestró el país que no era el suyo, se lo entregó a la derecha menos ilustrada y creó una dinastía que supura hasta hoy?
La señora que defiende a su sombrío hermano hace lo que sus predecesores solían hacer: sacar la cara por sus allegados. Y cuando invade fueros y encarga a sus esbirros que destituyan y bloqueen, ¿no imita a Alan García?
Dina Boluarte es lo que queda de la política peruana después de muchos años de ruina de los partidos y envilecimiento de las élites. Organizaciones que son meras siglas, cuevas de ladrones con ínfulas de figuración, pandillas de la economía del crimen pueblan el Congreso y son tratadas benévolamente por una prensa que es parte del problema. Si Fujimori y Acuña dan la voz de orden y Willax es el medio más exitoso de la derecha, ¿por qué Dina Boluarte no va a ocupar el puesto que le encargaron?
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Seamos coherentes: si la Defensoría del Pueblo está en manos de un pobre diablo y el gobernador de Ayacucho soborna públicamente a quien yace en Palacio, ¿qué nos falta para un ingreso triunfal en las filas de los países podridamente exóticos?
La degradación alcanza todo y los peruanos aceptan la decadencia como dato del destino. Como no saben de historia, no comparan ni se escandalizan con tanta interminable reincidencia. Como se nutren de los medios de comunicación expertos en lodo y nadería, agradecen haber sobrevivido un día más.
Somos el lento fracaso de una república que no cuajó, de una democracia declarativa, de un desgarro ancestral que nos separó. Somos la consecuencia de una derecha sin patria y de una izquierda sin grandeza.
Y Dina Boluarte es el brote espinudo de esa aridez. No sólo es lo que hay: es lo que construimos con empeño llamando política a una trama mafiosa, llamando instituciones a los espacios de autoridad copados por gente de malvivir, llamando futuro a lo que se insinuaba como repetición inexorable.
Dina viene de esos lodos. Mientras tanto, sigue lloviendo.
Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 699 año 14, del 06/09/2024
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