14 de septiembre de 2024

Perú: Muerto sin honor

Juan Manuel Robles

Y finalmente, Alberto Fujimori murió. Fingió tantas veces estar cerca de la muerte que ya no lo creíamos, pero esta vez era cierto. Fue cierto desde bien empezada la tarde del miércoles, y hasta a alguno de sus felpudos de Twitter se le escapó un comentario lamentando su partida (que tuvo que borrar inmediatamente por órdenes de quién sabe quién). Era muy feo morir el mismo día que otro hombre nefasto: el 11 de septiembre de 2021 falleció Abimael Guzmán, el líder de Sendero Luminoso a quien el tiempo, la autoría mediata de matanzas y el repudio de millones de peruanos lo han ido hermanando con Fujimori. Y así pasaron las horas, con la muerte como un secreto a voces; Alejandro Aguinaga, el carnicero procesado por las esterilizaciones forzadas —otro crimen de Fujimori— salió a decir que el ingeniero “está luchando por su vida”. Los fujimoristas siempre fueron burdos para los eufemismos.

¿Hay razones para alegrarse? Creo que sí. Yo me alegro mucho de que su libertad obtenida con chanchullo no le haya durado ni diez meses. O sea, la justicia logró hacer que el hombre pasara, desde que lo capturaron y extraditaron, casi el resto de su vida en la cárcel. Burlada la ley por poderes oscuros y magistrados de dudosa reputación, a veces es el destino lo que detiene una impunidad tan grande, y este fue el caso. Fue también el destino —la muerte— lo que cortó de golpe el beneficio humillante de la pensión presidencial, que fue posible porque vivimos en tiempos del descaro absoluto (la pensión no se podía dar a quien tuviera una sentencia condenatoria, pero eso no importó).

Como Fujimori no tiene esposa ni hijos menores de edad, esa pensión no le corresponde ya a nadie, aunque todos sospechamos que algo podrán hacer al respecto. Es la impronta Fujimori, su legado: tomar lo que no es suyo y sentarse olímpicamente en la ley.

Murió el autor de La Cantuta y Barrios Altos, el responsable de colocar a Vladimiro Montesinos en el poder —un abogado de narcos, un traidor a la patria— y así organizar la red de corrupción y extorsión más grande de la historia peruana. Murió el promotor de la Ley de Amnistía para que los militares asesinos salgan libres e impunes. El que hizo secuestrar a Gustavo Gorriti y destinó fondos para que los diarios chicha difamaran a sus oponentes. Murió el hombre que se fugó en medio de un festival de vladivideos —llevándose algunos casetes—, y quiso reconstruir su vida postulando al senado de Japón (confirmando que había mentido sobre su nacionalidad). Murió quien llegó a ser el séptimo presidente más corrupto del planeta, en medio del desgobierno, la crisis y el caos.

Porque claro, muchos hablan de los males que detuvo pero no de los que generó. Ven los momentos luminosos en contraste con los ochenta de Alan García, pero mencionan menos del país que Alberto Fujimori dejó, el de sus últimos años de gobierno. Un país sumido en una recesión económica brutal, con una imagen internacional deplorable y una juventud idiotizada por la televisión basura (bien alineada con el poder gracias al dinero fresco). Un país desmoralizante en todo sentido. El fujimorismo es la historia de la apertura de la economía pero también la de un montón de iniciativas de peruanos creativos truncadas por lobbies, leyes con nombre propio, importadores con influencias y sin ganas de competir, monopolios explícitos y caletas, reyezuelos que negociaron su licencia con Montesinos. Fue la historia breve de la libertad con letra chiquita.

Fue tan nefasto el resultado que en esos años una facción importante de grandes empresarios —esos que no son precisamente democráticos— le dio la espalda cuando quedó clara su intención de perpetuarse en el poder.

Ha muerto Fujimori pero ojo: ese hecho no cierra un capítulo ni da vuelta a una página. No es el pasado de lo que hablamos. Me dio risa que algunos se preguntaran si le darían honores de Estado al expresidente, tratándose de un delincuente sentenciado. ¿De verdad se lo preguntaban? Sucede que este es, más que nunca desde los noventa, el país de Fujimori.

El país en que vivimos no solo es el resultado de la enfermedad que él le inoculó, sino que ahora ese dominio es explícito. Luego de más de veinte años tratando de contenerlos, han retomado el poder y parte de esa operación ha sido lavarle la cara al líder. El congreso está tomado por los seguidores de Fujimori y su hija mayor, y legislan siguiendo el muy fujimorista modelo del lucro a toda costa (el lucro con sangre si es necesario). Esas alianzas con sectores de la economía que carecen de escrúpulos —y son nocivos— son también herencia de Fujimori. La gente suele hablar de las combis como una expresión de la informalidad peruana. Todo lo contrario, fueron el resultado directo de una ley, fueron el orden, la nueva formalidad. Podemos imaginar al sátrapa disparando la pistola al aire para decir “preparados, listos, ¡fuera!” y así lanzar la carrera motorizada por el dinero y el sálvese quien pueda. Esa hipérbole liberal provocó lo inevitable: jugar con máquinas que podían matar. Y mataron. Otro crimen del fujimorismo: las decenas de miles de víctimas del transporte público liberalizado a lo bestia, pensando solo en reactivar.

Por cosas como esa gran parte del país lo rechaza. No sé cuántos lo apoyan pero sí me queda claro que quienes lo repudian en esta hora lo hacen con más intensidad y sentimientos más reales. La derecha, en cambio, usa su cadáver como estandarte en la guerrita ideológica. Digo: no lo quieren, siempre fue el instrumento de los grupos de poder, un profesor japonés al que un mes antes de las elecciones no hubieran dejado entrar en La Tiendecita Blanca. En los últimos meses, su cuerpo moribundo de 86 años fue usado en el ajedrez político: se dijo que podía ser el candidato presidencial de Fuerza Popular y hasta apareció en un video. Su entorno cercano se prestó para eso aun sabiendo que su condición era terminal. Qué conveniente: el expresidente aparece en el Jockey Plaza. Transformen este cuerpo decadente en una campaña de intriga.

Sería algo tristísimo si no recordáramos que ese anciano es el hombre que le enseñó al país que la compasión no tiene ningún valor. Alberto Fujimori fue lo que Javier Milei solo podría soñar. El argentino es la caricatura, que da risa. Fujimori significó la implementación real de todas esas ideas excesivas, gracias a un contexto histórico único que le permitió actuar. Fujimori tuvo un momento más favorable incluso al que tuvo Pinochet. Tuvo que usar la fuerza y el terror, pero su imperio no hubiera prosperado si no hubiera sido porque había tanta gente dispuesta a un sacrificio que supuestamente nos llevaría al edén. Quién no quisiera lo que tuvo Fujimori: un país dispuesto a ajustar lo que hubiera que ajustar. Un país dispuesto a abnegarse y creer, a dejarse llevar. Un montón de hombres y mujeres sintiendo que haber sido despedidos era lo correcto, porque no querían ser una “carga” en ese Perú que querían ver renacer.

Eso para mí es parte de lo más monstruoso. Haber dilapidado esa fe, haberla usado para amasar poder y dinero sucio y copar las instituciones, tomar el Ministerio Público, darle más atribuciones a Montesinos para extorsionar y convertirnos en lo que nos convertimos. Haber usado la buena disposición de tanta gente —que se creyó el cuento de la meritocracia y la apertura— para robar, asesinar y seguir robando.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 700 año 14, del 13/09/2024

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