Rodrigo Núñez Carvallo
Hacía frío en aquella mañana cusqueña y el soroche amenazaba. Me hicieron pasar a una sala de conferencias donde no cabía un alfiler, pero antes me ofrecieron un humeante mate de coca. El animado murmullo se extinguió cuando apareció nada menos que el cura Gustavo Gutiérrez y se apoyó en la mesa del estrado. No estaba vestido de sotanas, ni siquiera llevaba la camisa negra con alzacuellos sino un enorme casacón térmico. ¿Su edad? Indescifrable.
El gran desafío de América Latina es cómo liberar a los pobres de las situaciones de miseria y marginación, fue lo primero que dijo recorriendo desordenadamente el estrado. Era de corta estatura, ancho, cojeaba un poco, pero la impresión cambió cuando su voz firme y metálica resonó en el auditorio.
La Teología de la Liberación intenta colocar la noción de desarrollo en un contexto más amplio que el meramente económico: se trata de hacer llegar el dios de la historia a los pobres de este mundo. Así de sencillo y de complejo. ¿Cómo surgió? Fue el fruto de una reflexión colectiva, que se dio en todo el continente y que yo me limité a sistematizar y poner por escrito, afirmó con una aprendida humildad. Estaba por realizarse la conferencia de Medellín y nuevos vientos comenzaban a soplar. Se trataba de acercar el Concilio Vaticano II a la realidad latinoamericana, donde la miseria y la explotación de los indígenas campeaba. Pero a estas alturas debo hacer una cauta confesión: en esta nueva teología tuvo un papel preponderante mi amistad con José María Arguedas.
Gutiérrez hizo un silencio premeditado. El auditorio abrió los ojos y afinó los oídos. Por entonces Arguedas estaba escribiendo a trompicones la que sería su última novela y acudió a Chimbote en busca de inspiración y de realidad y también de un poco de apoyo espiritual. Quédate el tiempo que necesites, le dije cuando se presentó con una bolsa serrana, un maletín de mano y su máquina de escribir. En el almuerzo y mirando la bahía que aún las anchoveteras no habían arruinado, me dijo que estaba otra vez a las puertas del suicidio. Amigo Gustavo, me siento incapaz de luchar y de trabajar, estoy baldado del alma, dijo. Supuse que necesitaba conversar. La literatura es y será tu salvación, será tu dios, le dije. Yo no tengo dios, replicó el escritor con escepticismo. Soy ateo, yo no siento a dios como los señores y los bienpensantes. Ese ser del que ustedes hablan solo hace sufrir sin consuelo, no es el dios de los indios. Ese dios solo sirve para envilecernos. Quizás la dura sentencia de Arguedas expresara en toda su crudeza la vida que compartió entre los pobres. Los conocía perfectamente. Su infancia había transcurrido entre las mamachas y los comunes de una hacienda serrana ubicada en Lucanas.
Por entonces Jorge Álvarez Calderón y Monseñor Dammert, del movimiento sacerdotal ONIS, me pidieron que diera una conferencia con vistas a la Conferencia Episcopal que se desarrollaría en Colombia. El mundo estaba cambiando. La revuelta estudiantil del mayo francés acababa de suceder, la guerra de Vietnam sacudía las conciencias de occidente y hacía pocos meses que el Che había caído inmolado en las selvas bolivianas. En medio de aquellos días tumultuosos, Paulo VI intentaba adecuar el Vaticano II a la realidad latinoamericana, donde la pobreza no tenía justificación evangélica. Ese era el trasfondo. Me acuerdo que me encerré unos días en la habitación de la parroquia a organizar mis ideas y pensé mucho en mis conversaciones con Arguedas. Nuestro dios o es esperanza o no es nada. Esa es quizás la raíz profunda de la Teología de la Liberación. Era curioso, en el cuarto de al lado también mi amigo Arguedas se estaba peleando con el teclado.
No era la primera vez que escuchaba a Gutiérrez. En la universidad congregaba multitudes cuando dictaba el curso de Teología Social y acudían estudiantes de muchas facultades porque sus disertaciones magistrales en el anfiteatro de letras eran famosas. Me acuerdo que en la primera clase habló durante casi tres horas sobre Hegel y en las semanas siguientes expuso sobre Mariátegui y sobre Marx. ¿Si soy marxista? Bah, es difícil negar el papel de Marx en las ciencias sociales, así como el de Freud en la psicología, o Jean Piaget en la pedagogía, afirmó con rotundidad, pero además no podría ser marxista. El pensamiento del filósofo de Tréveris es unidimensional. El ancho mundo no puede caber en una estrecha teoría. La totalidad no tiene lugar en nuestros febles cerebros.
También sabía del cura Gutiérrez por un primo suyo. Mario me contaba que Gugú de niño, tal era su acrónimo con el que lo llamaban familiarmente, había vivido en la calle Cajamarca de Barranco y me sorprendí al saber que estuvo toda su infancia postrado en una silla de ruedas. ¿Qué tuvo? Lo atacó una infección a los huesos. ¿Como Mariátegui, como Gramsci? Igualito. Casi no salía de su casa y los hermanos del San Luis le permitieron rendir sólo los exámenes finales sin asistir a clases. Gugú, qué envidia te tengo, le dijo Juan Gonzalo, un compañerito que siempre se ofrecía a llevarle y traer las tareas escolares. Me encantaría quedarme en tu casa jugando y leyendo, pero soy esclavo del colegio. Mi tiranía es la silla de ruedas, añadió Gugú entre carcajadas.
Gugú, hijito mío, ahora tenemos que hacer una visita al santísimo, a ver si la lesión que te ha alcanzado la rodilla se mejora, le dijo su madre. Sus largos internamientos y extenuantes convalecencias lo habían acostumbrado a los hospitales y a los médicos, y estimularon su fervor religioso. Las cosas que haría si me sanara, pensaba en sus oraciones. Viajar, conocer el mundo… Finalmente, el milagro terapéutico se dio. Infiltraciones de penicilina en el mismo tejido óseo alejaron la enfermedad y paulatinamente pudo abandonar la silla de ruedas, primero apoyado por un bastón.
Gutiérrez y Juan Gonzalo postularon juntos a San Marcos y no les fue difícil el ingreso. La biblioteca de ambos crecía, se prestaban libros, discutían de literatura y de cualquier cosa. El primero dudaba si elegir entre letras o medicina, mientras el segundo abrazó a la poesía como una amante perpetua. Uno se inscribió en la Acción Católica y el otro hizo lo propio en el Apra. Ambas apuestas eran religiosas, comentó alguna vez Juan Gonzalo sobre aquellas convergencias juveniles.
Al cabo de un año en la facultad de San Fernando, Gugú desistió y optó por la filosofía, al tiempo que se interesó en esas verdades inasibles que sombrean a la teología. La medicina no era para mí, la sangre un poco que me espantaba, tanta desgracia alrededor asfixia. Al poco tiempo y para sorpresa de muchos se enfundó los hábitos de novicio y se consiguió una beca para estudiar en la Universidad Católica de Lovaina, una suerte de meca de la teología. Sería cura diocesano y teólogo, pero no se encerraría en los claustros de la inteligencia. Tras un doctorado en Bélgica, se paseó por toda Europa y recaló primero en Lyon y luego en París. Allí conoció al Abate Pierre.
Salí de mis pensamientos y volví la atención sobre Gutiérrez que seguía hablando de Arguedas: Mi amigo escritor vino y volvió de Chimbote varias veces entre inicios de 1968 y mediados de 1969, y lo recuerdo meditabundo y cabizbajo, pero siempre cordial. Qué sería del destino de esos zorros andinos con las masivas migraciones a la costa. ¿Renegarían de su condición? ¿Se afirmarían en su cultura ancestral? El peligro es la aculturación, repetía, cuando volvía rendido de pasear por las barriadas cercanas a la parroquia. Otras veces se iba al puerto a ver el arribo de las bolicheras y hablar con los pescadores como un acucioso investigador de campo. Iba cogiendo historias de aquí y de allá y fui testigo de excepción de su proceso creativo, de su inacabada novela El zorro de arriba y el zorro de abajo. Tienen que leerla, por si aún no lo han hecho. Es una suerte de novela-diario, fragmentaria como la realidad que describía y también expresión de la honda crisis personal y social que supo volcar en blanco y negro. Debo decir que fracasé dándole consuelo, pues en diciembre de 1969 se suicidó de un balazo en las instalaciones de la Universidad de La Molina. Sin embargo, cuando revisé la edición póstuma de Los zorros, que apareció dos años más tarde, el buen Arguedas me definió como “el teólogo del dios liberador”, contraponiéndome al “cura del dios inquisidor” que aparecía en su anterior novela, Todas las sangres. Poco antes de verlo por vez última en aquellos aposentos de la parroquia de Chimbote me preguntó en qué texto andaba embarcado pues él también oía el concierto de mi máquina de escribir. Pretendo acercar a Dios a los pobres, exclamé con grandilocuencia y algo de humor. Arguedas esbozó una sonrisa y me dijo: Bueno, Gutiérrez, de ese dios yo nunca he sido ateo.
Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 706 año 14, del 25/10/2024
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El gran desafío de América Latina es cómo liberar a los pobres de las situaciones de miseria y marginación, fue lo primero que dijo recorriendo desordenadamente el estrado. Era de corta estatura, ancho, cojeaba un poco, pero la impresión cambió cuando su voz firme y metálica resonó en el auditorio.
La Teología de la Liberación intenta colocar la noción de desarrollo en un contexto más amplio que el meramente económico: se trata de hacer llegar el dios de la historia a los pobres de este mundo. Así de sencillo y de complejo. ¿Cómo surgió? Fue el fruto de una reflexión colectiva, que se dio en todo el continente y que yo me limité a sistematizar y poner por escrito, afirmó con una aprendida humildad. Estaba por realizarse la conferencia de Medellín y nuevos vientos comenzaban a soplar. Se trataba de acercar el Concilio Vaticano II a la realidad latinoamericana, donde la miseria y la explotación de los indígenas campeaba. Pero a estas alturas debo hacer una cauta confesión: en esta nueva teología tuvo un papel preponderante mi amistad con José María Arguedas.
Gutiérrez hizo un silencio premeditado. El auditorio abrió los ojos y afinó los oídos. Por entonces Arguedas estaba escribiendo a trompicones la que sería su última novela y acudió a Chimbote en busca de inspiración y de realidad y también de un poco de apoyo espiritual. Quédate el tiempo que necesites, le dije cuando se presentó con una bolsa serrana, un maletín de mano y su máquina de escribir. En el almuerzo y mirando la bahía que aún las anchoveteras no habían arruinado, me dijo que estaba otra vez a las puertas del suicidio. Amigo Gustavo, me siento incapaz de luchar y de trabajar, estoy baldado del alma, dijo. Supuse que necesitaba conversar. La literatura es y será tu salvación, será tu dios, le dije. Yo no tengo dios, replicó el escritor con escepticismo. Soy ateo, yo no siento a dios como los señores y los bienpensantes. Ese ser del que ustedes hablan solo hace sufrir sin consuelo, no es el dios de los indios. Ese dios solo sirve para envilecernos. Quizás la dura sentencia de Arguedas expresara en toda su crudeza la vida que compartió entre los pobres. Los conocía perfectamente. Su infancia había transcurrido entre las mamachas y los comunes de una hacienda serrana ubicada en Lucanas.
Por entonces Jorge Álvarez Calderón y Monseñor Dammert, del movimiento sacerdotal ONIS, me pidieron que diera una conferencia con vistas a la Conferencia Episcopal que se desarrollaría en Colombia. El mundo estaba cambiando. La revuelta estudiantil del mayo francés acababa de suceder, la guerra de Vietnam sacudía las conciencias de occidente y hacía pocos meses que el Che había caído inmolado en las selvas bolivianas. En medio de aquellos días tumultuosos, Paulo VI intentaba adecuar el Vaticano II a la realidad latinoamericana, donde la pobreza no tenía justificación evangélica. Ese era el trasfondo. Me acuerdo que me encerré unos días en la habitación de la parroquia a organizar mis ideas y pensé mucho en mis conversaciones con Arguedas. Nuestro dios o es esperanza o no es nada. Esa es quizás la raíz profunda de la Teología de la Liberación. Era curioso, en el cuarto de al lado también mi amigo Arguedas se estaba peleando con el teclado.
No era la primera vez que escuchaba a Gutiérrez. En la universidad congregaba multitudes cuando dictaba el curso de Teología Social y acudían estudiantes de muchas facultades porque sus disertaciones magistrales en el anfiteatro de letras eran famosas. Me acuerdo que en la primera clase habló durante casi tres horas sobre Hegel y en las semanas siguientes expuso sobre Mariátegui y sobre Marx. ¿Si soy marxista? Bah, es difícil negar el papel de Marx en las ciencias sociales, así como el de Freud en la psicología, o Jean Piaget en la pedagogía, afirmó con rotundidad, pero además no podría ser marxista. El pensamiento del filósofo de Tréveris es unidimensional. El ancho mundo no puede caber en una estrecha teoría. La totalidad no tiene lugar en nuestros febles cerebros.
También sabía del cura Gutiérrez por un primo suyo. Mario me contaba que Gugú de niño, tal era su acrónimo con el que lo llamaban familiarmente, había vivido en la calle Cajamarca de Barranco y me sorprendí al saber que estuvo toda su infancia postrado en una silla de ruedas. ¿Qué tuvo? Lo atacó una infección a los huesos. ¿Como Mariátegui, como Gramsci? Igualito. Casi no salía de su casa y los hermanos del San Luis le permitieron rendir sólo los exámenes finales sin asistir a clases. Gugú, qué envidia te tengo, le dijo Juan Gonzalo, un compañerito que siempre se ofrecía a llevarle y traer las tareas escolares. Me encantaría quedarme en tu casa jugando y leyendo, pero soy esclavo del colegio. Mi tiranía es la silla de ruedas, añadió Gugú entre carcajadas.
Gugú, hijito mío, ahora tenemos que hacer una visita al santísimo, a ver si la lesión que te ha alcanzado la rodilla se mejora, le dijo su madre. Sus largos internamientos y extenuantes convalecencias lo habían acostumbrado a los hospitales y a los médicos, y estimularon su fervor religioso. Las cosas que haría si me sanara, pensaba en sus oraciones. Viajar, conocer el mundo… Finalmente, el milagro terapéutico se dio. Infiltraciones de penicilina en el mismo tejido óseo alejaron la enfermedad y paulatinamente pudo abandonar la silla de ruedas, primero apoyado por un bastón.
Gutiérrez y Juan Gonzalo postularon juntos a San Marcos y no les fue difícil el ingreso. La biblioteca de ambos crecía, se prestaban libros, discutían de literatura y de cualquier cosa. El primero dudaba si elegir entre letras o medicina, mientras el segundo abrazó a la poesía como una amante perpetua. Uno se inscribió en la Acción Católica y el otro hizo lo propio en el Apra. Ambas apuestas eran religiosas, comentó alguna vez Juan Gonzalo sobre aquellas convergencias juveniles.
Al cabo de un año en la facultad de San Fernando, Gugú desistió y optó por la filosofía, al tiempo que se interesó en esas verdades inasibles que sombrean a la teología. La medicina no era para mí, la sangre un poco que me espantaba, tanta desgracia alrededor asfixia. Al poco tiempo y para sorpresa de muchos se enfundó los hábitos de novicio y se consiguió una beca para estudiar en la Universidad Católica de Lovaina, una suerte de meca de la teología. Sería cura diocesano y teólogo, pero no se encerraría en los claustros de la inteligencia. Tras un doctorado en Bélgica, se paseó por toda Europa y recaló primero en Lyon y luego en París. Allí conoció al Abate Pierre.
Salí de mis pensamientos y volví la atención sobre Gutiérrez que seguía hablando de Arguedas: Mi amigo escritor vino y volvió de Chimbote varias veces entre inicios de 1968 y mediados de 1969, y lo recuerdo meditabundo y cabizbajo, pero siempre cordial. Qué sería del destino de esos zorros andinos con las masivas migraciones a la costa. ¿Renegarían de su condición? ¿Se afirmarían en su cultura ancestral? El peligro es la aculturación, repetía, cuando volvía rendido de pasear por las barriadas cercanas a la parroquia. Otras veces se iba al puerto a ver el arribo de las bolicheras y hablar con los pescadores como un acucioso investigador de campo. Iba cogiendo historias de aquí y de allá y fui testigo de excepción de su proceso creativo, de su inacabada novela El zorro de arriba y el zorro de abajo. Tienen que leerla, por si aún no lo han hecho. Es una suerte de novela-diario, fragmentaria como la realidad que describía y también expresión de la honda crisis personal y social que supo volcar en blanco y negro. Debo decir que fracasé dándole consuelo, pues en diciembre de 1969 se suicidó de un balazo en las instalaciones de la Universidad de La Molina. Sin embargo, cuando revisé la edición póstuma de Los zorros, que apareció dos años más tarde, el buen Arguedas me definió como “el teólogo del dios liberador”, contraponiéndome al “cura del dios inquisidor” que aparecía en su anterior novela, Todas las sangres. Poco antes de verlo por vez última en aquellos aposentos de la parroquia de Chimbote me preguntó en qué texto andaba embarcado pues él también oía el concierto de mi máquina de escribir. Pretendo acercar a Dios a los pobres, exclamé con grandilocuencia y algo de humor. Arguedas esbozó una sonrisa y me dijo: Bueno, Gutiérrez, de ese dios yo nunca he sido ateo.
Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 706 año 14, del 25/10/2024
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